11 de diciembre.
“El espíritu de libertad supone también que la ley sea respetada. No hay democracia donde reinan el dinero, el clientelismo, el espíritu cortesano, las pandillas de malhechores o la corrupción. Esto implica, como dicen con razón los defensores del espíritu “republicano” de Francia –demasiado olvidados en cambio de la dimensión representativa de la democracia-, que el poder central haga aplicar la ley en lugar de someterse a la influencia de los intercesores locales. Cuando la ley y los representantes electos desaparecen ante los enfrentamientos de las pandillas y la policía o los que oponen a grupos étnicos que se disputan el control de un territorio, ya no es posible hablar de democracia, aunque las elecciones sean libres y los partidos políticos se alternen en el poder. (Critica de la Modernidad “Alain Touraine”).”
Ocurre que a menudo escuchamos en la confitería, en la peluquería, a la salida de las Iglesias, ni que decir en los pasillos de las oficinas gubernamentales, esos comentarios acerca del comportamiento o la actitud de tal o cual político. Por lo general son referencias negativas, que hablan acerca de un abuso de poder, del que antes no era nadie, y que una vez que llego, se olvidó de todos y todas, que cambio de auto, de mujer, de amigos, de celular, de costumbres. Entonces la culpa la tiene la política o en todo caso, el susodicho o susodicha. En verdad, ni uno ni lo otro, la política es el ejercicio cotidiano del poder, donde la dimensión temporal, incorpora la potencia, como un tiempo verbal más importante que el presente, el pasado, futuro o que el propio potencial.
Cuando el ciudadano no ve cumplimentadas las propuestas, generales y abstractas que les llovieron para que emita su voto, ocurre lo narrado líneas arriba, se fija, se detiene, en los detalles de quiénes las implementan o dicen que lo harán, y la política se reduce a un epifenómeno individualista o de individuación.
“La organización estatal es portadora de reglas que no expresan un conjunto normal superior: el de una síntesis orgánica del todo; es un conjunto mecánico. En algunos párrafos de las Conferences de Stuttgart, Schelling descarta la vía específica política como camino posible para la restauración del mal a las relaciones políticas; que lo rebasarían así definitivamente. El Estado, por el contrario, lleva en sí mismo las marcas del mal .Se entiende que el Estado es una unidad física, por lo tanto no espiritual. Se encontrara entonces en la imposibilidad de realizar la conciliación, durable y verdadera, entre la libertad de los individuos y la voluntad de la colectividad, comprendida como unidad política. En una formulación que lo distingue claramente de Kant o de Hegel, Schelling afirma que la unión de la vida ética con el concepto de Estado no es legítima, pues esto, presupondría la libertad (no esencialmente vuelta hacia el mal) y la inocencia del hombre. Ahora bien, lo que nos muestra la historia y la política es que el hombre no es inocente ni, menos todavía, libre en su capacidad de juzgar su comportamiento de un modo autónomo. Podría eventualmente un día satisfacer el segundo presupuesto -el de la autonomía-, pero este ideal de la Aufklarung, según Schelling, está lejos de concentrarse en la vida practico-empírica de los hombres, lo que impide este ideal de llegar a ser un presupuesto del concepto del Estado y de la existencia empírica de este. Si la naturaleza humana no es mala, se caracteriza sin embargo, esencialmente, como naturaleza que lleva la inscripción de esta posibilidad. Así, el Estado, como unidad física, presupone a la naturaleza humana como algo malo en potencia, que no puede ser la realización ética de una libertad caracterizada también por su relación inteligible con el mal. (Del Mal, Denis L. Rosenfield) “.
La pobreza, la marginalidad y todo lo que genera la exclusión (falta de educación, problemas con adicciones, etc) se convierte en la esclavitud moderna, es decir condición necesaria del gobierno del pueblo, así como los Griegos, idearon la democracia en las polis con ciudadanos con menos de cinco mil habitantes y un sinfín de esclavos, la versión moderna de nuestra democracia, sostiene la esclavitud, con una realidad aún más cruel que la del tipo encadenado y azotado a latigazos, más no así su imagen, a la que nadie presta atención, o a la que ya nos hemos acostumbrado (asentamientos, pisos de tierra, techos abiertos, panzas llenas de aire, mugre en las narices y en los cabellos, pies descalzos y rostros simiescos) a la que cada cierto tiempo, el de las elecciones, aquellos elegidos (los políticos), van, saludan, le llevan un bolso de comida, una ayuda, un beneficio, un instante de ciudadanía, para que en ese breve pasaje humanizante, estos lo convaliden con el voto que les brinda las prerrogativas a los políticos, ya transformados en la casta superior.
Somos pocos, los que leemos, los que entendemos, los que hemos tenido el raro privilegio de escaparle a la esclavitud señala, a la pobreza estructural que no nos hubiera permitido alimentarnos y con ello nos hubiese dificultado el desarrollo neuronal. Como si esto fuera poco, y para los pocos que entramos en esa segunda fase, las estructuras creadas para convencernos que el gobierno del pueblo es el elixir de los dioses, son más que efectivas y condicionantes. La educación, la religión y el trabajo, son las tres patas de una mesa que alinea, determina y somete, cualquier tipo de espiritualidad, o libre pensamiento, que se atreva a discutir esto mismo. En caso de que el ánimo del irreverente no sea controlado, la penalidad del encarcelamiento, la locura o la marginación, le esperaran al preso, loco o al imbécil. La medicina es la etapa final, o mejor dicho la antimedicina y su asociación con el desarrollo de lo técnico, le aguarda al rebelde con la guadaña afilada, de propinarle, mediante la excusa del stress y demás argucias de índole medicinal, un infarto, un cáncer o un derrame cerebral.
Escaparle a todas estas fases, debe ser un milagro, proveniente de alguien mucho más justo y ecuánime del que llaman Dios, y lo menos que se merece es un artículo, como el presente, como para dejar testimonio que estas excepciones existen, para confirmar la regla.
La democracia es expectativa. La democracia no puede ser plenamente concretada, dado que en tal caso se transformaría automáticamente, en un absolutismo totalitario. En nuestra modernidad, el sujeto de la democracia, es el individuo. Así ocurre desde la composición de los contratos sociales, que unificaron todas y cada una de las expectativas de los suscribientes (expresando medularmente lo filosófico, saldando la aporía de lo uno y lo múltiple) en una voluntad mayor o estado, que mediante una representatividad, administra o ejerce ese poder que ha sido previamente legado. Extendiendo y más luego, renovando las expectativas, cada cierto tiempo, llamando a sufragio, a elecciones, a todos y cada uno de los contratistas, para que elijan a quiénes lo representen en la admistración de cesa cesiòn de derechos cívicos y políticos.
De aquel tiempo a esta parte, nadie ha planteado aún, que el sujeto histórico de la democracia debe dejar de ser el individuo. Nos urge el hacerlo, dado la problemática manifiesta y sistemática, en los diversos lugares en donde se lleva a cabo el ejercicio democrático moderno en los distintos puntos del globo. Ofreceremos una extensividad necesaria de argumentación para sostener lo afirmado, sin que por ello nos acerquemos un ápice, a demostrar el obvio y manifiesto, fracaso, rotundo y contundente, en que la democracia naufraga, producto de no modificar tal sujeto histórico; es decir la individualidad, en la que sostiene, la legitimidad del pacto suscripto entre los ciudadanos y sus representantes. Como bien sabemos esa legitimidad, es la que cíclicamente cae en crisis cotidianas, y que diferentes autores, tanto intelectuales como comunicadores, le ponen nombres varios, y le dedican extensas páginas de actualidad como de ensayos académicos, sin que puedan arribar a la sustancialidad de lo que diagnostican y abordan con taxativa precisión.
El sujeto histórico debe dejar de ser el individuo, para conveniencia de tal y para regenerar el concepto de lo colectivo. El sujeto histórico de nuestras democracias actuales debe ser la condición en la que este sumido el individuo. Independientemente de que estemos o no de acuerdo, desde hace un tiempo que el consumo (al punto de que ciertos intelectuales, definan al hombre actual como “El Homo Consumus”) y su marca, o registro, es la medida del hombre actual, como de su posicionamiento o razón de ser ante la sociedad en la que se desarrolla o habita. Somos lo que tenemos, lo que hemos logrado acumular, y no somos, mediante lo que nos falta, en esa voracidad teleológica o matemática de contar, todo, desde nuestro tiempo, a nuestra infelicidad. Arriesgaremos el concepto de una existencia estadística, en donde desde lo que percibimos, de aacuerdo al tiempo que trabajamos, pasando por lo que dormimos, o invertimos para distraernos, hasta los números en una nota académica, en un acto deportivo, en una navegación por una red social para contar la cantidad de personas que expresan su satisfacción por lo exteriorizado, todo es número. Nos hemos transformado, en lo que desde el séptimo arte se nos venía adviertiendo desde hace tiempo en sus producciones de ficción. Somos un número, gozoso y pletórico de serlo. El resultado final de lo más simbólico de la democracia actual, también es un número (el que obtiene la mayoría de votos) sin que esto tenga que ser lo medular o lo radicalmente importante de lo democrático.
Sí el hambre del pobre, de ese que representa a todos, no empieza a ser tratado, para ser mejorado, a corto como a largo plazo, la democracia agravará su patología repetitiva, de goce perverso (de creer que toda las tensiones de la democracia se resuelvan únicamente en la urna), por no forjar el recuerdo traumático para ponerlo en palabras y luego cambiarlo en acción.
El 11 de diciembre empezará un nuevo capítulo, del que esperamos alguna vez que los protagonistas sean precisamente los más aludidos pero los menos atendidos en nombre de elecciones, debates y democracia.
Por Francisco Tomás González Cabañas.
Aun no hay comentarios, sé el primero en escribir uno!