Somos lo que no mostramos en las redes sociales y viceversa.
En los actuales tiempos de hipercomunicación, las personas públicas (todos los somos en la medida que el espacio público, pasa a ser espacio “publicado” por nosotros mismos, una suerte de desnudo confeso y avieso), poseen o construyen o dan a conocer, diferentes imágenes de sí, de acuerdo a los formatos en donde puedan expresar lo que tienen intenciones de transmitir, más allá de que esto sea o no lo que tenga que ver con sus convicciones íntimas o convencimientos colectivos. Reinado absoluto y tirano de “La imagen es todo”.
En caso de que existiese una verdad, una substancia, una esencia que sea algo así como la piedra filosofal, el punto de partida, o la definición unívoca de como metodológicamente se llega a la verdad, no tendríamos ninguna intención o ganas de ir tras ella; los últimos 20 años, amalgamados de los anteriores 50, nos han encorsetado en un cuerpo que de tan presionado, ya hemos dejado de sentirlo, la apertura infinitesimal de posibilidades de comunicarnos o de comunicar, ha creado mundos paralelos, aún más alucinantes que si estuviésemos pensando bajo sustancias alucinógenas, vinculados entre sí en tiempo y espacio, más sofisticadamente que lo que se deslizaba como posibilidad de traslado con aquellos agujeros negros y pasadizos espaciales que tan fantásticamente sonaban antes de la nanotecnología.
Esto viene a título de que en el campo de la política, en el capítulo de la institucionalidad democrática que al parecer nos cobija, uno de sus conceptos fundamentales es del de la “Representación”.
Más allá de los significados obvios, lo cierto es que quiénes nos representan, deben, crear, o exhibir, muchas imágenes de sí mismos, para estar en la mayor cantidad de lugares posibles, a los efectos de convencer a los que puedan, de que ellos serán los que mejor representan a quiénes están tratando de convencer, sea para obtener el voto, para no recibir críticas o para continuar en el ejercicio de la representación para conservar o aumentar el manejo del poder.
Esto se ve en los tiempos electorales, lo narramos en varias oportunidades, cuando los candidatos se ponen sombreros de obreros, delantales de profesionales de la salud, suben a autos de destinados a la seguridad, alzan niños con piojos y moco, caminan por el barro y las aguas servidas, hablan en todos los medios de comunicación, en las diversas redes sociales, estampan sus rostros en nuestras paredes, sus nombres en remeras, gorras, calcomanías y todo lo que engloba la parafernalia electoral. Construyen, o sacan a relucir o exacerban, la mayor cantidad de imágenes posibles de sí mismos (antes se hacía desde los partidos o movimientos políticos que impulsaban a los nombres, pero ahora es al revés, por fenómenos que también hemos analizado) a los efectos de darle una razón a cada uno de los que pretenden tener su adhesión para que lo hagan.
Esta visión incompleta e inexacta de la política, contribuye o tiene que ver, con este mundo actual, que ha hecho de la imagen o de sus diferentes construcciones, el rey absoluto de mundos desdoblados, inasibles y múltiples en los que siempre terminamos perdidosos, infelices o exhaustos.
El éxito desmesurado de una red social, en donde uno “sube y comparte” sus imágenes, entre otras interacciones, nos da la pauta en donde podremos acabar; existencial y físicamente en rincones apartados de como sentíamos y pensábamos tiempo atrás.
Esa instantaneidad, presurosidad, ese minuto de fama que el sistema nos promete y garantiza, a cambio de que nos suicidemos en vivo, nos mostremos desnudos, tocándonos, comiendo, durmiendo, sufriendo, festejando, nos impele a la construcción de construcción de imágenes. Es decir, ya no queremos ir a cenar por ir a cenar, sino subir la foto para compartir como finalidad y comer como excusa de, por citar un ejemplo.
Esa repetición, o ese dispositivo que nos instaló el sistema dentro de nosotros mismos, nos han convertido en nuestros propios sujetos de producción, somos lo que construimos porque otros así lo han querido, nuestra libertad termina en poner o sacar, de millones de imágenes, cuales subimos y cuales la dejamos para más adelante.
Todo aquello que no sea captado por un instrumento tecnológico, que no sea compartido en la red, no tiene existencia, y lamentablemente, nos hemos creído tal engaño, por más increíble que parezca.
Esta es la finalidad que debieran tener nuestros políticos con su comunidad, por más que se enojen los filósofos e intelectuales, alertarnos de estas situaciones que, por nuestras limitaciones económicas, culturales, difícilmente puedan salir, del que esta con el fratacho, el que maneja el remís, o la que borda.
La representación cobra sentido, sin son nuestros representantes quiénes pueden estar un paso adelante o atrás, de nuestras miradas o expectativas, de nuestras esperanzas o temores, nunca al mismo ritmo, cómo en la actualidad, donde sólo parecen tener una viveza creciente en ingenio, para multiplicar sus imágenes y tratar de presentarse como los referentes de todas y cada una de las personas con las que se cruzan, cuando, como dijimos, la representación pasa, por encontrar las acechanzas que pueden estar agazapadas para la mayoría o los mejores caminos que se deben tomar para una mayor felicidad general.
“Advertiré que distingo espontáneamente la existencia como cosa, de la existencia como imagen…¿Confunde usted la imagen de su hermano con su presencia real? El reconocimiento de la imagen como tal es un dato inmediato del sentido íntimo.
En cuanto el espíritu se desentiende de la pura contemplación de la imagen como imagen, en cuanto se piensa sobre la imagen sin formar imágenes, se produce un desplazamiento y, de la afirmación de la identidad de esencia entre la imagen y el objeto, se pasa a la afirmación de una identidad de existencia, la imagen es el objeto, se infiere que la imagen existe del mismo modo que el objeto. Aquí se constituye lo que llamaremos metafísica ingenua de la imagen. Esta metafísica consiste en transformar la imagen en una copia de las cosas, existiendo ella misma como una cosa.
La teoría pura y a priori ha hecho de la imagen una cosa. Pero la intuición interna nos enseña que la imagen no es la cosa…la imagen es una cosa, tanto como la cosa de la cual es imagen…la imagen es una cosa de menor cuantía, que posee su existencia propia, que se da a la conciencia como cualquier otra cosa y que mantiene relaciones externas con la cosa de la cual es imagen (Jean Paul Sartre, La Imaginación)”.
La razón determinante que nos impulsa a que representemos, en las redes sociales, una vida en la que no creemos y tal vez tampoco queramos, más allá de que le demos rienda suelta a tal “postureo”, es que no nos toleramos tal como somos, con nuestras contradicciones, miedos y limitaciones. Nos sucede lo mismo, a nivel individual, que nos ocurre en el concierto de lo colectivo. Cuando nos representan, los políticos o sus mandantes los poderosos, mientras menos nos lo hacen saber, es más contudente la forma que opera sobre nosotros el poder que detentan.
“El poder es tolerable sólo con la condición de enmascarar una parte importante de sí mismo. Su éxito está en proporción directa con lo que logra esconder de sus mecanismos. ¿Sería aceptado el poder, si fuera enteramente cínico?” (Foucault, M. Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber. Siglo XXI. Madrid, 2005. pág. 90).
Para economía del lenguaje, tal como rezan los adagios: “Perro que ladra no muerde” o “Mucho ruido y pocas nueces”. Pero claro, los números no existen y la palabra es lo fundante. Las imágenes son reflejos de nuestras imposibilidades.
Por Francisco Tomás González Cabañas.
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