El gobernante como el Judas Iscariote del pueblo.
“Con frecuencia se habla de los pobres desde las distancia, sin la mínima experiencia de sus situaciones, sin ni siquiera, a veces, desde una aproximación afectiva o solidaria, se lo convierte en motivos de pura ideología o de apropiación paternalista o de corrección política…Con los pobres, contra la pobreza parece un ajustado lema de realización. Como complementario de este otro: desde la pobreza elegida, contra la pobreza impuesta” (Camozzi, R. “Al encuentro de Jesús de Nazaret”. Editorial El perpetuo socorro. Madrid. Párrafo 19.).
El problema del hambre, es conceptualmente un problema de los que no padecemos hambre. No se trata de ética, de moral, de religiosidad o de espiritualidad. Tampoco de un fenómeno del que deba encargarse la ciencia política, la ciencia en general, sino que la excede, sobradamente. La cuestión del hambre, para quiénes no lo padecemos, es sencillamente, el pliegue desde donde lo humano, cobra su sentido o su razón de ser. Todos aquellos que por uno u otro motivo, prescindan de difundir que debemos construir nuestros edificios institucionales, nuestras políticas públicas, desde el enfoque prioritario de que la mayor cantidad de personas, en el menor tiempo posible, puedan incorporarse al selecto grupo de los que con dignidad comemos todos los días, no son más que cómplices por acción u omisión, de una conformación de la realidad humana, totalmente alejada, ajena y por tanto enajenada de sí misma.
En uno de las últimos manifiestos del Congreso Nacional Indígena, en México, del que se extrajo la poética definición, que probablemente termine como slogan de alguna multinacional, “Nuestros sueños no caben en sus urnas” una de sus voces más significativas, o al menos difundidas, sin embargo, señalo, con simpleza, pero no por ello, sin profundidad: “Siempre los de arriba hacen su festejo en el tiempo electoral, siempre solamente deciden si organizan, y usan al pueblo porque quieren el voto… ellos son los únicos que deciden, piensan y usan, imponen, no toman en cuenta y desde ahí planean pues toda la destrucción de, no solamente las comunidades, sino de toda la sociedad. (María de Jesús Patricio Martínez. Citada en Nuestros sueños no caben en sus urnas. Revista de la Universidad de México. Luciano Concheiro).
Tal como obrara Dios, en la muerte y resurrección de su hijo para fijar con letra de molde y a fuego la cultura del catolicismo, se necesitó (tal como lo observa, un coterráneo del actual Papa Francisco, Jorge Luis Borges) de un Judas, que arruinara el final feliz, del que tenemos la obligación de perseguir todos y cada uno de los que vivimos en este valle de lágrimas. Con culpa, expiando los pecados originales, desde la manzana, hasta los nuestros y en el caso de que no lo consigamos (como no lo conseguiremos) lo haremos en ese más allá del que estamos obligados a creer.
La democracia actúa bajo un dispositivo calcado, igual, similar. Nunca tendremos un gobierno que cumpla con las expectativas de todos y cada uno de los integrantes de una comunidad dada. No sólo que gobernar es un imposible, sino que hacerlo democráticamente es un desquicio.
Erigimos a gobernantes, que en tiempos más o menos, los creemos Jesucristo, solo tras haberlos lapidado, crucificado y torturado. No nos hacemos cargo, de que hemos decidido, democráticamente, no creer ni en él, ni en su gesta (recordar que Poncio Pilato preguntó al pueblo por el destino de Jesús quién estaba siendo juzgado y de acuerdo a tal clamor popular resolvió).
A lo sumo, con el voto en cada una de las elecciones, lo que hacemos es en construir a Judas Iscariotes, que traicionan el principio rector del gobierno del pueblo, pero sólo para que sigamos creyendo, en ese imposible, de que alguna vez, dejaremos de ser reflejados por quiénes no creen en tal cosa. No creemos en ello, como no creímos en Jesús, ni en sus valores, ni en su prédica. Siempre, decimos creer, cuando ocurre, cuando pasa el acontecimiento. Nos decimos democráticos, porque anhelamos alguna vez serlo, sin que lo seamos en el presente en donde votamos a los que traicionarán una y otra vez el principio de lo democrático, porque así lo deseamos en el fondo.
Equívocamente se repite, una y otra vez, que el poder es quién no tolera a los pensadores o a los filósofos. En verdad es el pueblo quién no tolera a sus poetas (en el sentido metafísico, no en el sentido de los juglares) ni a sus intelectuales. El pueblo, democráticamente, tolera, o mejor dicho desea, afanosamente, gobernantes al modo Judas que traicionan sus principios, como también respaldan sus corrompidos actos, sus inutilidades, el pueblo en que nos hemos convertido, se regocija, obtiene placer, en ver, en observar, en mirar, la pobreza, la carencia del otro, por más que mañana le pueda tocar (como lo advertía Brecht) en carne propia, esta es la fatalidad, lo absurdo del ser humano, que para creer en algo, necesita que un otro muera, para resucitar sin ser visto, momentos después, y gracias o mediante, alguien que lo traicione y a quién no se le reconozca esta tan indispensable como necesaria gesta.
Por Francisco Tomás González Cabañas.
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