La democracia es lo indecible del poder.
Claramente Parménides inaugura la vía de lo indecible. Sin embargo, desde su señalamiento, que bien pudo haber sido el prohijar una prohibición, lo que establece es la historia misma de todo lo otro que viene sucediendo con el fenómeno humano. Creyéndonos, desde Platón mismo, con su división entre el mundo eidético y el real, vía participación, habitamos lo indecible, con la firme convicción que las conjeturas que brindamos como palabra, como logos, como concepto, como posibilidad, nos hacen algo más certeros, más auténticos en la experiencia que nos podríamos dar de acuerdo a las atribuciones de lo humano, que implican libertad, felicidad, placer, vida y sus consabidos contrapesos de opresión, tristeza, goce y muerte. Semánticas del desequilibrio o nominalismos oscilantes, nada puede variar que allí donde no estamos es donde la eternidad se consagra. En el no lugar de la experiencia fallida es precisamente, desde donde venimos o hacia donde vamos, en este mientras tanto, que damos en llamar vida, una suerte de epojé o de parentésis homeopática, el entre abrevado entre cielo y tierra en donde transcurridos, es lo accidental, lo pasajero, mientras que aquello, lo inalterable, lo inescrutable, a lo que consagramos tanto temores, como esperanzas, es la razón de ser, de nuestra permanencia finita en este presente al que sólo le dedicamos palabras, que siempre serán escasamente vacuas, para llenar el vacío del que provenimos y hacia donde regresaremos.
Aquí es donde interviene el poder y el triunfo, dialéctico como flagrante de la democracia, como todo lo que nos puede brindar a una comunidad dada, sin que nos cumpla siquiera lo mínimo, lo elemental o lo básico. De todas las formas de organización política que hemos experimentado, no salimos de las mismas, por vía consensual, razonada o bajo la lógica en que previamente nos mantuvieron tras sus normas o prerrogativas. Con esto queremos expresar que es imposible el ansiar, el desear una democracia democrática o que se guie o manifieste bajo tales parámetros.
Sí en la ambivalencia de lo humano, entre lo agonal de las fuerzas que pugnan, sean como pulsiones de vida o muerte, de verdad y mentira, de esto y lo otro, o las contraposiciones que fuesen, la democracia plantea en la actualidad, la versatilidad conjetural de hacernos creer que el poder puede ser asimilado, maniobrado, manipulado con razón y por sobre todo emoción humana e ilusamente con amor, verdad y justicia.
El pliegue, el borde, por donde, asoma el desborde lo democrático, es de acuerdo a la mayoría de las apreciaciones teóricas e intuitivas, el movimiento, el giro o la disrupción de lo femenino, una suerte de mare magnum, en donde todo parece girar alrededor de la vulva o de la vágina, como siglo atrás, el hombre (en su sentido genérico) giraba desde la hendija del falo.
Podríamos añadir entonces la siguiente apreciación; sí la ley es el padre, el deseo de la madre es la transgresión. “Desde Freud, inventor del psicoanálisis, la maternidad se inscribió como un síntoma de las mujeres, un modo particular de ellas de hacer con la falta. La lógica freudiana para las mujeres parte del no tener el falo, encontrando en el hijo su equivalente. Entonces, ellas se completan o se sienten completas teniendo niños. A partir del psicoanalista Jacques Lacan, el niño no ocupa tanto el lugar del falo de la madre, sino el lugar del objeto que causa su deseo, un objeto de satisfacción no representable, carente de significados, y que escapa a la imagen y al Ideal. De modo que, el lugar del niño en el deseo materno se emparenta con los objetos pulsionales: la voz, la mirada, la caca” (Graciela Giraldi, Psicoanalista. Notas escritas una mañana cualquiera, a la orilla del río Paraná, 2015, Rosario.)
El poder, como lo pulsional por antonomasia de lo indecible de lo humano, embarazó, nuevamente, a nuestra condición, y estamos en tránsito, en proceso, de ser a la vez, al unísono, concomitantemente, la parturienta, el engendrador y el gameto formado.
Nos vamos licuando, en deconstruir los principios mediante los cuáles comprendíamos los conceptos que otrora nos apaciguaban al brindarnos cierta precisión en explicaciones que creíamos o sentíamos como conmensurables, atendibles o que básicamente nos conformaban en un grado mínimo.
No nos tranquilizarán las mismas palabras, modos o dialécticas en las que nos veníamos desenvolviendo de acuerdo a los roles que nos fueron dados o que fuimos heredando.
Lo único cierto, e inmodificable, es que en este plano, desde Parménides, como desde siempre, la vía que pensamos que estamos transitando, no es precisamente la de la verdad o del conocimiento. Esa es de la que provenimos, hacia donde vamos siempre, al concluir esta experiencia de lo finito. En este mientras tanto, todo puede ocurrir, y estaremos más cerca de aceptarlo, es decir de manejarnos con ello, sí es que nos convencemos ( o confabulamos que es lo mismo, hasta tal vez lo sea suprimir y reprimir) de que toda la palabra, toda razón que se articule mediante ella, no puede dejar de traducir, de significar, de representar un beneficio para quién la plantea, y un perjuicio, velado, oculto, por ende engañado o engañoso, para todos aquellos a quienes necesite convencer o persuadir a los efectos de consumirles su fuerza, o cegarlos en su reacción. Esta es la razón por la cual la democracia posee sus horas contadas, el nuevo cuerpo en el que el envase del poder, referirá al fenómeno humano, tiene tras sí, otras formas, otras codificaciones y por ende, estipulará otros movimientos, otras manifestaciones.
Llámese como se llame (incluso le podrán seguir llamando democracia, o neodemocracia o democracia reformada) lo cierto es que ninguna organización de lo humano, podrá ponerle palabras, o un decir, al poder. Este seguirá siendo indecible. Salvo que se haga filosofía, pero para ello, antes que nada y por sobre todo, se debe poetizar. El único índice serio que manifieste un cierto “avance” en términos de calidad de lo humano, debe tener correlación en como tratan sus comunidades a sus poetas. Y tal como sucede con la política, desde Platón a esta parte, en relación al vínculo con nuestros poetas, estamos igual o peor que antaño.
Por Francisco Tomás González Cabañas.
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