11 de octubre de 2018

A propósito del peligro de Rosenkrantz como Presidente de la Corte Suprema

En algún tiempo la humanidad decidió dejar atrás su estado primitivo y convertirse en comunidad y luego en sociedad, para ello se creó en un laboratorio al monstruo más impresionante que la humanidad haya visto desde los tiempos de los tiempos.

Por Carlos A, Coria Garcia

 
La bestia monumental, perversa y endemoniada fue llamada Estado, que en sus manos lleva el arma fulminante con el que se pretendió salir del estado de naturaleza, del todos contra todos, de el hombre es el lobo del hombre de Hobbes.

Y es Franz Kafka, quien explica con meridiana claridad cómo funciona el arma mortal que día a día se lleva vidas al más allá, de la siguiente manera:

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.

La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:

-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.

Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:

-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.

Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.

-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.

-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla. Ante la ley. Franz Kafka.

El proceso -sostiene Sofia Anahi Aguilar-, puede ser entendido como un mecanismo del dispositivo de poder que opera tanto como discurso del orden así como en forma de imaginario social. si bien cumple una función general como reproductora de las relaciones de poder, su tarea específica es la producción de justicia.
 

La justicia es entendida como la posibilidad de ocluir un drama o acontecimiento. aquella es el producto del proceso, es la posibilidad que nos damos como sociedad de limitar lo ilimitado, de encausar y ocluir un drama social. así la sentencia cumple una función terapéutica, ocluir un drama y producir justicia, limitando la tragedia.
 

La justicia se encuentra recubierta de un carácter mitológico que la separa ficcionalmente del poder. esta opera tanto como discurso del orden pero también como imaginario social. la justicia se presenta como posibilidad humana de detener un curso de acontecimientos, atribuir responsabilidades y reparar en el daño. se opone a la tragedia entendida en sentido griego, es decir como aquello sobre lo que nada puede hacerse, predestinado, que ha de ocurrir, inevitablemente. la tragedia es lo irreparable. lo inintervenible. sobre lo que los humanos no podemos obrar. el mito fundante de la díada justicia/derecho en occidente es la orestíada, en tanto que funda esta dupla y la aleja de su opuesto “tragedia” (siendo ella misma una tragedia) y a su vez oculta los vínculos entre poder y justicia. por último esta definición de justicia se separa de las posiciones que la fundamentan desde una moral trascendente y se instala en el corazón del funcionamiento del dispositivo de poder, específicamente dentro de los mecanismos estatales de su administración, en los que se conjuga acontecimiento y narración, drama y performatividad del proceso, ficción y oclusión.


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