El panteón de la abuela.
En mi estúpida soberbia adolescente, la manifestación, íntegramente, me parecía una estupidez. No podía entender, como pudiera complacerse con juntarse con sus deudos, una vez fallecida, no sólo en esa supuesta vida después de la muerte, sino en el mundo que abandonaba, que quisiera que todos los huesos estuviesen en una suerte de mausoleo, que tendría más para mostrar para el afuera, que ser valioso para esos muertos, que vivían en su condición de tal, de muertos.
Algún familiar me lo habrá aclarado, no recuerdo bien, lo que sí, es que quizá, desde tal entonces me acostumbro, a que los otros se “fumen” mis interrogantes. En realidad no son míos, son tal vez los filosóficos, los especulativos, los existenciales, que el mundo cada tanto se tiene que fumar, dado que algunos llegamos a esta plano, para ser simplemente eso, representantes de esos interrogantes que son por naturaleza y definición, carentes de respuestas certeras.
Lo que el familiar me aclaraba era que el deseo de la abuela tenía que ver con lo cultural, con la provincia en que le había tocado nacer y que pronto abandonaría. Necesitaba dar cuenta que su paso por estas tierras no había sido en vano, que había vencido las adversidades, al punto que sí bien el apellido de sus hijos, era el de su marido, en verdad era el de ella, el que astutamente, incorporó como propio, como marca registrada para la sociedad que la vio pobre o necesitada en sus inicios, pero que la vería reluciente y como heroína en las horas postreras, panteón mediante.
La abuela se fue de este mundo, con el firme compromiso de sus hijos, y tácitamente, del resto de sus descendientes de tal promesa, de que el apellido que no eligió (en sus tiempos los matrimonios, sobre todo para las mujeres, se resolvían mediante acuerdos de padres que cedían a sus púberes descendientes) pero que durante toda su vida había consagrado a forjar. Ningún misterio puede rodear al razonamiento, que de haber tomado cualquier decisión que no hayan sido las miles que tomo en los sentidos tomados, otro hubiera sido la historia, para mí, como para todos los que llevamos, sin elegir, el mismo apellido que incorporó la abuela.
No creo, o mejor dicho, no importa acá, que piense particularmente, acerca de cómo es el más allá de la muerte, sí los muertos conservan algún grado de conciencia o de poder ver lo que sucede, luego del fallecimiento o las cuestiones ultraterrenas que me pueda plantear.
Solo que, como cualquier otro mortal, casi sin querer, fui al cementerio y vi luego de más de una década de su fallecimiento, el panteón en donde descansa la abuela.
No lleva ni su nombre, ni su apellido, ni de casada, ni de soltera. Decir que esta de prestada, sería exagerado, pues está con una de sus hijas fallecidas y su familia política.
Sólo que no es lo que recuerdo que deseara la abuela. El resto, es decir lo que suceda luego, o el agregar más palabras a esto mismo, ya me excede o me excederá, yo como parte de su historia, en homenaje a lo que hizo y con la parte que tiene que ver, de mi existencia, con su esfuerzo, sus decisiones y lo que fue su vida en su conjunto, le rindo este homenaje, le otorgo lo mejor que le puedo dar, que son estas palabras, estas construcciones conceptuales, para que desde algún lugar pueda sentir que yo recuerdo lo que deseaba, le correspondo con esta edificación textual, el panteón que hubiera querido, y que tal vez tenga, al menos ya está puesto en palabras, verbalizado, socializado, mediatizado.
Por Francisco Tomás González Cabañas.
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