13 de agosto de 2018

Todos campeones.

Una de las lógicas más contundentes, como acaso feroces e implacables, que asesta el sistema mismo que se devora a su creador o a quién debiera servir, al ser humano, es la que se desnuda en la necesidad imperiosa de individuación que nos impele, a que nos distingamos siempre por sobre otro u otros. Sí nos ponemos a pensar, o cada uno de nosotros, ha sido o es, campeón en algo, el mejor de acuerdo a una valoración a la que nos hemos predispuesto, para alcanzar esa medalla, esa cucarda, ese reconocimiento, que excede el natural o analítico que precisamos para existir. En lo que podría ser una metástasis de nuestra reafirmación de existencia, en una suerte de sobredosis nociva, nos inventamos competiciones o competencias, para la vanagloria de podios supuestos, en donde, en la perversidad de hacer de cuenta que no nos importa, le enrostramos a los otros que somos los mejores. Todos los ámbitos, deportivos, culturales, sociales y políticos se nutren bajo esta suerte de escalafón que se reproduce hasta el hartazgo en la imperiosa necesidad, de que en algo, nos digan que hemos prevalecido. Pensándolo mejor, el verdadero progreso, o paso adelante, tal vez sea que de a poco, vayamos prescindiendo de esta sensación que en la última de la instancias lo único que propone es que menoscabemos al otro, que lo eclipsemos, para que nuestra tenue luz, en la oscuridad del otro, pueda agigantarse, vana como falazmente nuestro yo, aún más pequeño o empequeñecido.

Es la siesta de agosto, la costanera correntina, como cualquier otro paisaje de aldea occidental, se nutre de cada uno de sus integrantes que la terminan de conformar. No es el paisaje sólo, es éste y su gente, el integrante que modificado por el ambiente, le devuelve la modificación, participando en él, consustanciándose.

En la instantánea que ofrecemos, aflora la práctica cultural del consumo del mate. Para ello se precisan de ciertos elementos, de enseres. El termo es uno de los esos objetos indispensables. Tal como una ráfaga, de un tiempo a esta parte, una marca, extranjera, puebla todos y cada uno de esos consumos del brebaje acendrado en el yerbatal. Vale casi cien dólares, y en verdad el único bien en sí mismo que posee es que puede mantener durante casi un día el agua caliente o fría, de acuerdo a lo que se necesite, diferenciándose del resto de los termos en el mercado, tanto en la actualidad como en la historia. Ahora bien, ¿Quién podría necesitar mantener esa cantidad de agua, durante casi un día sin cambiarla? ¿No será acaso esto un disvalor, es decir tener durante casi un día la misma agua, sin consumirla o sin cambiarla? ¿No se usa ese termo, para consumir el agua y volverla a cargar, para disfrutar de esa práctica social y cultural del mate?

No, les metieron, como tantas cosas, en la cabeza, que deben pagar para tener ese termo, para como diría la frase popular, transformarse ellos, en esa misma cabeza de termo, las que pagan gustosa, porque les da entidad en ese acto social del compartir, en pleno epicentro de lo que construyen, como en este caso, la correntinidad o su razón de ser como entidad colectiva.

Sí vamos más al fondo, habrán pagado por ese termo, porque cobran de un estado, pobre y empobrecedor, porque aun así, los que hinchan el pecho diciendo que no cobran  directamente del estado (en la provincia el nivel de relación es del 70% de la población activa) lo hacen directamente porque ellos o sus abuelos, se aprovechan o se aprovecharon de un estado ausente, para tener trabajo esclavo, entenados, cuando no tierras extensas, conseguidas por la malicia real de haber estafado a pobres, marginales y analfabetos, a los que ahora, en escuelas de cartón, encierran a sus nietos, para seguir sometiéndolos, con lo simbólico, con la tradición, con el apellido, con la religión, con la marca del termo y de cómo se toma un mate.

 


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