15 de julio de 2018

¿A qué vamos a Itatí?

Sí nos remitimos al significado de las palabras, peregrinar es viajar al extranjero; el peregrino es un exiliado un expatriado, que motivado, básicamente para expiar culpas o pecados de su sentir religioso, se va de sí (espiritual como realmente), a un lugar específico y determinado, que por circunstancias concretas, de tal religiosidad, se considera como el centro o la meca de tal peregrinar, que no es más que este viaje para pagar culpas que se realiza en un momento dado en el sitio indicado o señalado por tal liturgia. ¿Será entonces, de acuerdo al significado de las palabras, que festejemos tanta ciudadanía, tanto pueblo, tanta feligresía, que sale de su patria, de su hogar, para ir en busca de un perdón, dada la cantidad de pecados, errores o faltas que cometen en donde viven, y que se grafican, que se palpan, que se demuestran a diario, la criminalidad de estas falencias, ante el número escandaloso de pobres, de marginales, de seres humanos postergados en sus necesidades más inmediatas, por una casta que demanda el esfuerzo de estos, para extasiarse más luego, en excesos materiales, que pagan, como culpa, mediante el reconocimiento del pecado, a través de la eucaristía, del peregrinar y gracias a la complicidad de la mayoría, que por holgazana o perversa, prefiere pasar por incauta y hasta engrandece el proceso, transformándolo en procesión, branding mediante?.

¿De qué nos necesitamos redimir, es acaso tan complejo el cumplimiento de los preceptos, de las reglas que, tan fácilmente las transgredimos, y en vez de formular otras que sean de un cumplimiento más efectivo, preferimos pagar, cada tanto el precio de un pedido de perdón, que cifrado, que camuflado, en vez de ser lo que es, lo terminamos transformando en una festividad, travistiendo incluso su sentido, pues no reconocemos que vamos en busca de suplir la falta, sino que mentimos, es decir para pagar la culpa, seguimos pecando, al decir, al aceptar la mentira colectiva que en una peregrinación uno va a agradecer, a solicitar, a empaparse en una acto de fe y regresar fortalecido por la grandeza espiritual de cada uno de los que componemos la aldea occidental en la que vivimos?

¿Tan grande es nuestra culpa, nuestra responsabilidad, tan execrable el acto de seguir sometiendo, en grado sumo, a un porcentaje inmenso de nuestra población, a los límites de la pobreza, para ver como un reducido grupo disfruta a la expensas de estos, y con la mirada cómplice nuestra, a las que nos contentan con la expectativa de que alguna vez seremos nosotros los que nos embebamos en esas borracheras de excesos, en esas orgías de sentido materialista en las que devienen las otrora bacanales, acaso tan reducida, nimia e insignificante es nuestra pretensión existencial y material?

¿Es tan obvio y evidente, el manto sagrado que cubre este tipo de demostraciones animalescas, en donde el sujeto, se reduce a su condición de rebaño, y que alimentado por el engaño de aquellos que ni siquiera le prestan atención, que son sus verdaderos Torquemadas de la modernidad, se arrodillan ante las figuras totémicas, señeras en severidad, siempre para el pueblo manso, nunca para esa dirigencia opresora, a la que la invita a sus fiestas más concelebradas, los sienta en sus primeros bancos y los adoctrina con sus sermones  y alocuciones que solo tienen un único fin exculpatorio, nunca otra efectivo, concreto o práctico como para que cambie algo?

¿No nos hemos dado cuenta que ya dejamos de preguntarnos, que nos volvimos enemigos de los interrogantes, porque nos han metido dentro nuestro, no solo que tenemos que responder siempre, que la duda y la vacilación son poco más que imperdonables, sino que, como si fuese el colmo de la exigencia inhumana, la respuesta que nos piden, siempre es un resultante, un resultado, un número, una cifra, una figura que contundentemente se traduzca en otro número es decir, lo que nos permitamos preguntar, tendrá como mejor respuesta un  cociente numérico, una cantidad determinada, que nos ponga un precio, para que sea asequible y alcanzable el valor de lo que hacemos y dejamos de hacer, una suerte de cantidad específica en la que le vendemos el alma a ese demonio que en nombre del peregrinar nos cubre con su manto sagrado, donde debajo del mismo se trafica lo espiritual como los narcóticos que nos permiten vivir en el reinado de tal hipocresía?.

 

 


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