Concha.
“El pudor, y sobre todo el temor de ser sorprendido en estado de desnudez, son sólo especificaciones simbólicas de la vergüenza original: el cuerpo simboliza aquí nuestra objetividad sin defensa. Vestirse es disimular su objetividad, reclamar el derecho de ver sin ser visto; es decir, de ser sujeto puro. Por eso el símbolo bíblico de la caída, tras el pecado original, es el hecho de que Adán y Eva "se dan cuenta de que están desnudos". La reacción contra la vergüenza consistirá justamente en percibir como objeto a aquel que advierta mi propia objetividad.”(Jean-Paul Sartre. El ser y la nada (tomo II). Buenos Aires, Ibero-Americana, 1948, pág. 105).
La cosificación, como sistema, como reacción, en que reiteradamente caemos, cuando nos encontramos ante el desierto de la incertidumbre, barre las posibilidades de que nos sobrepongamos a nuestra orfandad, o que vayamos al borde de nuestros límites para salirnos de nuestros posibles.
El designar el artículo como concha, es precisamente, el objetivar, el hacer cosa, la posición o perspectiva que puede provenir desde un razonamiento o una emotividad, o mezcla de ambas, que se defina como feminista, o lo otro de lo machista o patriarcal. Lamentablemente, sucede con todo lo humano, cuando se orilla la posibilidad de desguarnecernos de esa concha simbólica, en la que habitamos, nos volvemos, inexplicablemente adentro, para quedarnos en el reino de lo nombrado, en la semántica que oblitera la posibilidad de que el pensamiento, la razón o la pasión, nos permitan el vuelo.
Lo mismo sucede con el libro y su relación con esa disposición a pensar. Nacido como dispositivo, que facilite la circulación de ideas, la promoción de razonamiento crítico como dinámica de lo humano, de un tiempo a esta parte, fetichizamos el libro, lo transformamos en sacro. Los escritores ya no escriben, sino que producen libros, como si se trataran de máquinas seriadas, se contentan con ver lo que sienten o piensan, encerrados en un papel (ellos o el producto que ese sistema enajena) que lleven sus nombres para luego, agitarlo en el vodevil de la hoguera de vanidades, de ferias, de presentaciones y demás actos, prostibularios, en donde ese que se siente escritor por encerrar palabras y pensamientos, se cosifica como la puta, o prostituta más bonita del cabaret en que se ha transformado, o en que hemos transformado, lo cultural; un recinto de trata, en donde se comercializa sin más pudor, lo íntimo, como consideración de lo sagrado (aquello que se elija a quién otorgar o dar, no que esté al servicio de cualquiera por lo mismo), que pueda tener quien desee compartir lo sexual, sin la crudeza del intercambio que propone el pago, la transacción dineraria, socialmente aceptada, y que como si fuese poco, valida todo lo otro que hacemos, que dejamos de hacer o que incluso podríamos soñar (los pocos que no piensan en términos económicos en nuestros tiempos, son acusados bajo epítetos con las más descarnadas configuraciones o significaciones).
Todas las propuestas que surgen desde lo otro o distinto en que se asienta el actual sistema machista o patriarcal, que se puede dar a llamar “lo femenino” (trasciende los géneros, entendiendo que incluso eso femenino, pudo ser el gestante o sostenedor principal de lo patriarcal que se discute), lo terminamos reduciendo, en este caso a su genitalidad, más allá de lo iniciático, en lo basal, en lo obviamente primigenio que significa y representa la vagina, la vulva, el coño, la concha, la argolla, el hachazo, la cajeta y todos y cada una de las formas determinadas por el falogocentrismo en que se nombra o se designa el órgano sexual de la mujer.
De esto se desprendía nuestra intención de llevar a cabo la obra, performance o representación de la “vulva democrática” de cómo entendemos nuestras democracias, desde la cosificación que hacemos de la mujer, reduciéndola a concha, y en tal mimesis, lo repetimos con nuestro sistema político-institucional, al reducirlo a un acto electoral, en donde, tal como en lo sexual cosificador, en vez de penetrar una concha con un miembro, penetramos la urna con un sobre.
La definición misma de lo que somos, es decir no lo otro; cosa u objeto, sino sujeto, nos habla de que estamos atados, aprisionados, invaginados, creemos nosotros a, la contradicción manifiesta que nos hace evidente la conciencia, cada vez que se va constituyendo como tal, de que podemos seguir el lazo umbilical, pese a habernos desprendido del mismo, pero que simbólicamente nos acompaña por el resto de nuestra estadía en la tierra, hasta que finalmente nos recoge, nos retome, nos volvemos de la abertura de donde provenimos.
Sí alguna figura de la mitología griega debiésemos tomar para sostener la argumentación, sin duda sería la del hilo de Ariadna. Esta que etimológicamente significa la más pura, es sin duda, una denominación muy pertinente para la concha. Es decir para la concha como abertura en donde se desarrolla el feto, por el cual la mujer específica además puede encontrar placer. Ariadna es la representación de una concepción inmaculada, una suerte de figura previa a cómo, de acuerdo al catolicismo, fue concebido Jesucristo, el hijo de Dios.
Desde esa pureza, y tal como en el mito, el hilo (vendría a ser el cordón umbilical, primero real, luego simbólico) acompaña por el resto de su aventura (vida) al hombre que sin tal instrumento (es decir la necesidad de que tengamos esa tensión entre volver al útero, añoranza del mismo, culpa por lograr placeres fuera de él, temores inacabados en ese afuera que desconcierta, etc.) acabaría por inanición existencial. El verdadero sentido de la experiencia humana es ni más ni menos cómo se resuelve tal angustia primigenia, fundante o fundamental.
En términos políticos, es decir la constitución de un yo colectivo, no yoico, o el intento de, Hanna Arendt en el siglo anterior, el que le tocó vivir y que nos deparó el horror de los totalitarismos, afirmaba que “El padre es el gran criminal del siglo”, dando la pauta a lo que recién ahora reaccionan ciertos movimientos que pretenden, desde esa concretud femenina, masculinizar sus protestas, demandas y demás aspectos que no hacen a lo profundo de la cuestión.
En verdad tal criminal, no fue más que un matricida, del que surgió como movimiento dinámico de lo político; la democracia. La democracia también es una abertura, es una vagina simbólica, a la que mal usamos, mal predisponemos, y en términos machistas antediluvianos, la penetramos (sea con un falo orgánico o simbólico) una y otra vez, cuando solo la entendemos como el momento en que metemos el sobre en la urna, en la cesta en donde se reciben los votos. No es casual que esta imagen, refleje con contundencia esto mismo. El lugar que recibe el voto de los ciudadanos, la firma del contrato social, es una figura simbólica que semeja a una vagina, en donde la ciudadanía hace cola, una vez cada cierto tiempo, solamente para penetrarla, casi en una suerte de violación colectiva, de la que después nos horrorizamos cuando de tal acto, salen nuestros gobernantes. No saldremos de la concha simbólica-política-institucional, porque queramos o creamos que así deba ser, la concha nos expulsará cuando consideré que ya no tenemos que estar más tiempo dentro de ella, la contracción natural, de un movimiento involuntario e indetenible y por lo general, tal proceso, siempre se acompaña de un pujar doloroso, o traumático en su sentido lato, de cambio, de modificación, de disposición de una cosa que pasa a ser otra, de un alumbramiento dado, asi se materialice en forma cabal o no y sin que sepamos, hasta que ocurra, como finalmente acontecerá.
Por Francisco Tomás González Cabañas.
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