La Hormiguita Solitaria.
Tumbada boca arriba, moviendo sus patitas en señal de insatisfacción, absorbía el fresco aire que la noche trae consigo, y como hipnotizada por la luminaria de plata que pende del cielo, hacia gestos penosos con sus antenitas.
Aburrida de todo y de todos, sólo deseaba una cosa: morir.
Durante meses, en las batallas que ella y sus compañeras enfrentaban con sus acérrimas enemigas, las hormigas rojas, iba al frente, no por heroísmo o porque le importara la vida de sus camaradas, sino porque deseaba fervientemente caer muerta en el combate. Pero el destino no quería que muriese, ya que no sólo salía indemne, sino que además era proclamada la más valiente y agasajada en la comunidad como una auténtica heroína. Ella, postrada en el más abyecto ostracismo que es querer morir y no poder, sólo contemplaba resignada la situación.
Después de tantos enfrentamientos, y de ver la Reina que la hormiguita solitaria era tan valiente, la proclamó lugarteniente del hormiguero, posición a la que pocas hormigas habían tenido el privilegio de acceder.
Su tarea consistía en controlar quienes entraban y salían del hogar comunal; capturar enemigos, mediante las estratagemas que ella misma realizaba y por último, y esto era lo más atrayente, la posesión de esclavas que en todo obedecían y en todo complacían. La mayoría de estas siervas eran hormigas enemigas vencidas así como también desertoras del propio hormiguero, que ahora, merced a su cobarde actitud, pasaban el resto de sus días bajo el yugo de la lugarteniente de la Reina.
Nuestra amiga aceptó disgustada la nueva situación, ya que no quería mandar ni que la mandasen; por un lado tenía a cientos de miles de insectos a su cargo, esperando ansiosos sus palabras o sus gestos, pero también debía rendirle cuentas a la Reina, que era tan altanera que si alguien entraba en su feudo sin doblegar las dos patitas delanteras, era inmediatamente ejecutada.
Sin embargo la Reina admiraba a la hormiguita solitaria; la llenaba de cumplidos y la deseaba como su heredera. Solía decirle que algún día ella moriría y que el hormiguero iba a quedar a su cargo.
-La muerte nos llega a todos- decía la Reina con un dejo de melancolía- y yo deberé ceder mi lugar a alguna de ustedes, y es mi más ferviente deseo de que seas tú quien quede a cargo de todo.
-Pero ¿por qué yo? ¿en qué me diferencié?- respondía la otra entre humilde y confundida.
-¿En que te diferenciaste? En todo, en todo. Fuiste la más valiente, la más sagaz; emprendiste a altas horas de la noche la captura de los más feroces enemigos en nombre de nuestro hogar; te antepusiste a la muerte segura de muchas de tus compañeras, y merced a algún milagro o a algún poder recóndito que tal vez poseas, siempre sanaste. Nunca nada ni nadie te dañó, no existe ser más competo que tú para hacerse cargo de este hormiguero.
La hormiguita solitaria pensaba en todo lo que la Reina le decía, y en su interior deseaba exclamarle que su valentía era en verdad cobardía ante la vida; que sus capturas nocturnas eras senderos hacia la muerte, que por uno u otro motivo, nunca hallaba, y por último que jamás quiso a esas estúpidas obreras que pasan su vida en estado servil sólo para ser aceptadas por las superioras, y si se había antepuesto a las ferósticas picaduras de sus enemigas, no fue por amor o coraje, sino por odio y desprecio hacia sí misma.
Eso pensaba la hormiguita, y dudaba que la Reina, oropelada y ataviada con las más finas sedas, y viendo todo desde su pedestal, pudiese entender la terrible tragedia de un insecto que recibe aplausos en vez de golpes, y que es halagado en vez de asesinado. ¿Podría comprender eso una Reina que pasó toda su vida ostentando desmesuradamente lo que era?
La Reina se acercó más a su lugarteniente y le dijo:
-Es así querida amiga, tú te lo ganaste; la vida te colmó de dones, y quiero que les enseñes a las demás a ser como tú, a poseer tus agallas, tu determinación. Tú eres el modelo a imitar.
Luego de decir esto último, la Reina, arrastrando su purpúreo manto, se perdió entre la blanca arena, dejando a la hormiguita en la más absoluta soledad y en un estado meditabundo que la abrumaba en demasía.
Sentía que todo el peso cargaba sobre ella, y que ahora no sólo tendría que lidiar con su asco hacia la vida, sino que además, enseñar a otras, a esas cobardes y fracasadas, como vivir. Pero ¿qué podía transmitirles si ni ella misma sabía cómo había llegado tan lejos? ¿Qué les diría? ¿Sean valientes, maten a sus enemigos, ostenten sus triunfos, congratúlense conmigo? ¡Ella era cobarde, no podía matarse y sólo vivía humillándose!
La hormiguita decidió escapar de la situación mediante un solo camino: abandonar el hormiguero antes que despunte el sol e ir decidida en busca de su muerte.
Caminó largos kilómetros hasta que llegó a la ciudad. Miles de zapatos serían su pasaje seguro hacia la otra vida que anhelaba, o mejor dicho, su pasaje seguro fuera de esta vida que despreciaba.
Muchos querrán saber por qué la hormiguita despreciaba tanto vivir, cuando todas sus compañeras obreras trabajan contentas de sol a sol, y las guerreras se entrenaban sonrientes sólo para realizar algún combate esporádico. ¿Por qué ella no estaba con una cosa ni con la otra: ni en paz servil, ni en guerra esclavizante? ¿Que ideas había en su cabeza que la llevaron a tomar actitudes tan extremas y finalmente la huida justo en el momento en que hubiera llegado a los más alto de su vida? ¿Por qué renunciaba a los honores, a las aplausos, a ser la Reina?
En realidad no existía una respuesta concreta a estos interrogantes, no era su propia experiencia la que la había llevado a despreciar el diario vivir, no era su propia visión la que se había maculado de un modo pesimista, sino que fue merced a ver a las demás, de contemplarlas detenidamente, de ver sus vanas aspiraciones y sus infundadas esperanzas. Sus ganas de morir no provenían de un desprecio hacia la vida en si, sino hacia la vida de sus compañeras. Ella pensó: "Detesto a los demás, pero los demás vivirán una vida, por lo tanto si detesto la vida y acabo con ella, acabaré con los demás"
Parecía un silogismo, pero en verdad era la más cruenta realidad: su desprecio no era hacia el sol, la luna, las estrellas, los mares y ríos, sino hacia sus semejantes, y justamente por eso se odiaba tanto: porque era semejante, porque había nacido de igual manera, porque estaba constituida de igual forma... veía en ella misma el asco que les profesaba a las demás hormigas.
Vagó por la ciudad durante días, pero ningún zapato logro estrellarse del todo contra su cuerpecito, ningún neumático logró aplastarla completamente y las veces que cayó por las alcantarillas, fue arrastrada por sus sucias aguas hacia algún descampado, en donde mojada, no sólo por la fétida agua, sino que además por sus propias lágrimas, se quedaba pensativa hasta que el sueño se apoderaba otra vez de ella.
Su cuerpo estaba sucio, infectado de haberse posado en tantas suelas de zapatos, de haber dado vueltas decenas de veces en ruedas de autos, de haberse revolcado hasta el hartazgo en excrementos, de haber consumido el agua podrida... pero nada la mataba. Al otro día el sol volvía a salir junto a sus lágrimas que sólo imploraban cesar merced a la caída definitiva de sus torturados párpados.
Desesperada, y viendo que tampoco los hombres son seres como para tenerles estima, ya que su estupidez hasta lograba aventajar a la de las hormigas, decidió salir de la ciudad.
Camino noches y días sin rumbo fijo, cargando todo su pesar como una penosa cruz; todos sus pensamientos como corona de espinas y toda su podredumbre corporal como azotes pretorianos.
Sabía que estaba enferma, al menos eso era lo que su cuerpo le decía: meses de estar sumida en la podredumbre habían cambiado su fisonomía, carente de fuerzas hasta para morir, decidió quedarse tendida en el pasto esperando un milagro negro que la arrojase de esta vida. Sólo quería borrar de su mente su propia imagen y la de sus semejantes: cuando su cuerpo desapareciese, con él se irían todos los recuerdos, no habría resurrección, solo muerte, descanso, paz...
Mientras meditaba acerca de su lentitud para consumirse por su enfermedad, que ella considero gangrenosa, vio a lo lejos a un oso hormiguero que paseaba su magnificente hocico cilíndrico por el pasto. En él vio su salvación, ¿cómo no lo había pensado antes? La naturaleza después de todo no era tan despiadada, había creado un depredador justo a su medida, que apenas la viera se la devoraría sin miramientos.
La hormiguita solitaria, esperanzada nuevamente, se incorporó del tronco en donde se hallaba y caminó decidida hacia su verdugo. Se le paró enfrente, hasta le picó una pata, pero el otro parecía no prestarle atención.
-Oye idiota-dijo por fin, cansada de querer llamar su atención con ademanes- soy una pobre hormiga y tú eres un gran oso hormiguero, la naturaleza te creó para devorarme, así que cumple sus mandatos. ¿Me escuchaste bola de pelos? ¿Puedes escucharme?
El oso hormiguero la contempló mansamente y continuó olfateando por otros lados del bosque.
- ¿Pero acaso eres sordo o idiota?-volvió a imperar la hormiga- Mátame,
¿entendiste? Mátame
El oso al fin exclamo unas palabras:
-Calla de una vez, por favor. Hace apenas unas horas unos hombres portando armas han asesinado a toda mi familia, estoy solo en este mundo. Déjame en paz.
La hormiga continuó su discurso:
-Pero debes comerme, eres un oso hormiguero, ¿de que te alimentarás?
-Busco vengarme de esos seres que robaron lo que más amaba, padezco hambre, es cierto, pero me juré no probar bocado ni beber agua hasta que no encuentre a esos hombres despiadados. ¿Por qué debería darte muerte a ti que nada me hiciste? Son a esos cazadores a los que despedazaré con estas garras.
-Pero entonces...¿no me comerás?
- ¿Y por qué quieres que te coma? Es cierto que la naturaleza me creó para devorar hormigas, pero a ti te creó veloz para escaparte, entonces, ¿por que vienes a mí por tu propia cuenta? ¿Han matado también a tu familia?
-Nada de eso, yo no tengo familia, no tengo nada, solo este cuerpo podrido que no quiere abandonarme. Me fui del hormiguero porque odio a mis compañeras y me odio a mí misma, y no puedo hallar la manera de morir. Creí que tú...
-Espera-interrumpió el oso hormiguero- tú te escapas de tu gente y buscas la muerte, y a mi me la arrebatan y sin embargo sigo viviendo sólo para vengarme de esa pérdida. ¿No crees que sería injusto que te haga daño a ti que nada me robaste, y que por el contrario, estás tan sola como yo? Podemos ser amigos...
-¡Amigos no!- gritó enfurecida la hormiguita solitaria.- No quiero tener amigos, no quiero tener afecto de nadie, no quiero seguir viviendo, sólo quiero que me devores. Dios así lo quiso...
-Allí te equivocas-pronunció el oso sabiamente, ya que el dolor lo había purificado- Dios nos creó para alimentarnos uno del otro, para mantener con vida esta naturaleza, pero no creó a esos seres crueles, que por vanagloria y por ostentación, buscan la muerte de los animales más excéntricos. Ellos mataron todo lo que tenía, y no por mandato de Dios, sino por una tonta búsqueda de agradar a sus amigos al mostrarles las cabezas de mi amada y de mis hijos...
La hormiguita pensó en estas últimas palabras y vio al oso con otros ojos. El también despreciaba la altanería de los seres, la vil búsqueda de triunfo momentáneo que sólo dura un instante y se construye merced a años de dolor de la víctima. El oso prosiguió:
-Aunque es cierto que te veo muy enferma, tus alas están rotas, tu cuerpo sangrante, si en verdad no quieres sufrir más, te devoraré, pero ten presente que no lo hago por instinto, sino por compasión hacia ti. Ven hormiguita, entra en mi hocico y deslízate, no te morderé porque los osos hormigueros no tenemos dientes, sólo déjate llevar por mi lengua.
La hormiga, feliz por primera vez en su vida, trepó por el peludo cuerpo del animal e ingresó triunfante en su hocico.
-Adiós, y gracias- fueron sus últimas palabras antes de entrar en la concavidad humedad.
Pero era tanta la podredumbre del insecto, tan enfermo y gangrenoso se hallaba, que apenas se posó en la lengua de su salvador comenzó a segregar un líquido viscoso y putrefacto, que no tardó en hacer efecto en las entrañas del oso. Este comenzó a tambalearse, a sentir vértigo, luego de un fuerte dolor en su parte abdominal, cayó pesadamente al suelo. Estaba muerto. La hormiguita solitaria lo había infectado.
Desesperada salió del hocico para ver que sucedía, y allí pudo ver muerta a la mole. Comenzó a proferir injurias contra el destino, mientras contemplaba a ese ser que no le daba asco porque no era su semejante.
Trepó al cuerpo que yacía horizontalmente tendido en la tierra y se posó sobre él a llorar.
A lo lejos unos cazadores aparecieron sonrientes y portando resplandecientes armas.
-Allí esta el maldito- dijo el más joven de ellos- Era el último que nos faltaba.
-Sí, ¿pero quien le dio?¿Fuiste tú hijo?
-No... pero espera, ¿que es lo que veo allí? Una hormiga sentada sobre su lomo, mírala padre, una hormiga lo mató. Que insecto magnifico y poderoso.
Padre e hijo se acercaron más y contemplaron el espectáculo mortuorio del oso hormiguero y del llanto de la hormiguita.
- Felicitaciones hormiga- exclamo jubiloso el hijo pisando con su bota la cabeza del animal- Mataste un oso hormiguero, eres única, te haremos famosa, a todos les diremos de tu hazaña Es en verdad increíble.
La hormiga no dejaba de llorar.
El padre dijo:
-Sí, es un insecto único, gracias a él tenemos toda la colección de osos hormigueros de la zona. Pero dinos hormiguita, ¿por qué lloras? Supongo que no lo harás por un bicho que sólo vive para comer a los de tu especie.
-No lloro por su muerte -dijo finalmente la hormiga- Lloro porque sigo con vida.
Los cazadores, admirados de escucharla hablar, la colocaron delicadamente en un cofre de oro y la llevaron a la ciudad.
Por Nicolás Fiks
Aun no hay comentarios, sé el primero en escribir uno!