La izquierda española y los indígenas por liberar.
A semejanza de otros países europeos el nuestro había tenido durante el siglo XIX un proceso de construcción nacional, pues es el Estado el que construye la nación y no a la inversa («ya hemos creado a Italia, ahora debemos hacer a los italianos»), pero a diferencia de otros países no pudo culminarse. La continua inestabilidad política dio lugar a un Estado débil que no pudo cohesionar el territorio, casi podría hablarse del insólito caso de unos gobernados que oprimían a sus gobernantes. Pues solo así se entiende que todo un presidente de la república como Estanislao Figueras terminara huyendo a otro país tras proclamar aquello de «Señores diputados: ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!». Por entonces estaba en su apogeo la Tercera Guerra Carlista, cuyo fin trajo la derogación de los fueros vascos y navarros en 1876 y su sustitución por un concierto económico. Lo cual supuso un doble efecto en el terreno ideológico. Esos privilegios fiscales impulsaron la industrialización de la región generando una amplia clase obrera que hizo de Bilbao, según la definición de Ramiro de Maeztu, «la Meca del socialismo español». Por otro lado, dichos fueros tenían un componente romántico que se remontaba a la Edad Media y que entroncaba con el mito del origen bíblico de los vascos como un linaje heredero del mismo Noé. Todo cambio repentino tiene su movimiento pendular, así que la melancolía por la pérdida de esta institución, unida a la vertiginosa transformación del paisaje y el paisanaje, con la proliferación de fábricas y trabajadores llegados desde otros lugares de España, dieron lugar a la aparición del nacionalismo vasco, caracterizado por su anhelo de una idealizada sociedad rural, no contaminada racialmente por elementos foráneos y devotamente cristiana. Una arcadia que se había perdido en algún momento del pasado y había que recuperar.
De manera que ambos movimientos ideológicos, socialismo y nacionalismo, nacieron y crecieron en Bilbao y alrededores de forma paralela, contemplándose con mutua extrañeza. Para los teóricos y líderes del socialismo bilbaíno, que es lo mismo que decir del español en su conjunto, Sabino Arana no pasaba de ser un burgués reaccionario cuya causa nada tenía que ver con la propia. Tomás Meabe Bilbao, fundador de las Juventudes Socialistas de España, tuvo una infancia marcada por su fervor religioso y nacionalista hasta que perdió repentinamente la fe tras observar las injusticias del mundo:
Ya no rogaré a un dios malo. Ese dios que me enseñaron no puede ser la aspiración de mi alma. Es peor que yo; es infinitamente peor que cualquier hombre. Si existiese, lo único que yo quisiera, aunque me amenazase con mil infiernos, es decirle mi aborrecimiento y repugnancia.
Una vez perdida su creencia religiosa no tenía sentido seguir siendo nacionalista vasco, tal como escribió en respuesta a un redactor del periódico La Patria:
¿Sabe lo que me ocurrió siendo nacionalista? No pude menos de reconocer por un enemigo serio en Vizcaya al socialismo. Determiné, pues, estudiarlo para combatirlo. Hice mal, ya lo sé: así no se debe estudiar, sino por amor a la verdad. Caro pagué mi prejuicio.
Una doble pérdida de la fe que fue vista por su antiguo mentor, Sabino Arana, como una caída en las tinieblas difícil de comprender:
Ese joven que te escribe era todavía hace poco no solo religioso y patriota, sino también modelo de buenas costumbres. Hoy ¡qué desgraciado es! De buen cristiano se ha trocado en impío y blasfemo; de buen patriota en propagandista de un sistema que establece la utópica patria universal con alardes de amor a todos los hombres.
Y frente a la pregunta de este dirigida a los obreros: «¿No comprenden tal vez, que, si odiosa es la dominación burguesa, es más odiosa aún la dominación maqueta?», Meabe respondió:
No son esos que os hablan de apartaros del infeliz y honrado proletario de fuera de Vizcaya, no son esos que os enseñan a menospreciar al semejante, no son esos que se arrodillan ante esta sociedad despiadada, los que defienden vuestro bienestar, vuestra libertad. La independencia que os brindan es un armatoste hueco bailoteado por el general, el juez y el cura. Miráis alelados el ir y venir del armatoste, y así que se rompe, rompéis vosotros a llorar lágrimas de sangre.
Respecto a Felipe Carretero, cofundador de la Agrupación Socialista de Bilbao y protagonista de una larga y variada trayectoria por cargos públicos y de partido, consideraba radicalmente incompatible el socialismo y el nacionalismo, llegando a pedir que frente al «Gora Euskadi» de los nacionalistas se gritase «¡Viva España!». Por su parte, Unamuno, afiliado durante solo tres años a dicha agrupación (aunque su influencia sería importante), también tuvo trato personal con el fundador del PNV, en ocasiones cordial en el trato personal y en otras intercambiando reproches. Su pensamiento político y filosófico tuvo a lo largo de su vida considerables meandros, pero en general no pudo estar más distanciado de los que denominaba bizkaitarras de espíritu estrecho, cuyo ideario lo describía como una mentecatada y una chifladura de exaltados que falsean la historia. Sería imposible resumir aquí la obra de autor tan prolífico y vehemente, como un par de ejemplos tenemos su artículo de 1898 criticando el «antimaquetismo» o lo que escribió la década siguiente escribió en Niebla:
Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna, y mi dios un dios, el de Nuestro Señor Don Quijote, un dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español…!
Respecto a Julián Zugazagoitia, afiliado a las citadas Juventudes Socialistas al poco de su fundación y quien llegaría a ser ministro de la Gobernación durante la Guerra Civil, desdeñó el nacionalismo vasco por tres motivos: su racismo antimaqueto, su fuerismo tradicionalista y su catolicismo ultramontano. Por último la figura más destacada del movimiento, Indalecio Prieto, pasó a dirigir la Agrupación Socialista de Bilbao avivando su antinacionalismo aunque más adelante se avino a la concesión de un Estatuto de Autonomía durante la Segunda República, no porque creyera en su componente étnico o cultural sino como una forma de alcanzar un acuerdo con el PNV (se aprobó una vez había estallado la guerra): «De los Fueros queda el espíritu liberal, y nosotros no tenemos inconveniente en sumarnos a esas esencias de los Fueros vascongados en lo que tienen de democrático». En resumen y por si aún no ha quedado claro, según señalaba Jordi Solé Tura:
El movimiento obrero de inspiración marxista y la intelectualidad progresista no tuvieron ninguna duda al respecto. Uno y otro veían en el estado liberal, en su versión jacobina, la única posibilidad de modernizar España, de vencer a los partidarios del Antiguo Régimen y de sentar las bases para el desarrollo del socialismo o de la democracia o de ambas cosas a la vez. La tradición jacobina dominó desde el principio en el movimiento socialista y luego en el comunista, y fue también el elemento principal en la reflexión de la intelectualidad liberal y regeneracionista.
Nos habíamos quedado en los nacionalistas vascos y la Guerra Civil. La rendición de Santoña y la rápida adaptación al régimen franquista de la burguesía vasca fue vista por la siguiente generación de nacionalistas como una traición o una afrenta que ellos vengarían. Así surge en los años cincuenta la desgraciada escisión del PNV Euskadi Ta Askatasuna, que mediante intelectuales como Federico Krutwig atemperaría los elementos más explícitamente racistas del nacionalismo vasco (el nazismo con su derrota había arrastrado al descrédito toda doctrina al respecto) aunque sin exagerar tampoco. Según dejó escrito en su obra más importante, Vasconia, la que cautivó a una nueva generación de abertzales y al parecer fue el libro que más engrosó las filas de ETA en sus primeros años:
Sería falso, asímismo, llevar el antirracismo al extremo límite y afirmar que ninguna importancia tiene la raza. Una mezcla de vascos con elementos negríticos desvirtuaría la raza vasca y difícilmente se podría tratar de vasco a un negro.
Pero lo más importante, aliñó el movimiento con buenas dosis de marxismo y anticolonialismo. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial se había alcanzado en Europa cierto consenso socialdemócrata: la estabilidad política, el fuerte crecimiento económico y sucesivas mejoras sociales consolidaron a una clase trabajadora convertida en clase media que perdía el interés por la revolución. Inmersa en una narrativa en torno a conceptos como la lucha de clases, la alienación y la emancipación, la izquierda revolucionaria necesitaba entonces encontrar rápidamente algún colectivo que liberar a la manera de un Espartaco recién fugado de la academia de gladiadores. Eran años en los que cobró protagonismo el fenómeno de la descolonización y Europa dejó de mirarse a sí misma para centrar su atención en el foco informativo que suponían Cuba, Argelia o Vietnam. La lucha política en el tercer mundo tenía el encanto del exotismo, al ser más violenta era más pura ideológicamente y sus protagonistas podían encajar en el mito del buen salvaje. Ahí tenemos a los jóvenes parisinos protagonistas de La Chinoise de Godard, que se pasaban el día escuchando Radio Pekín y citándose unos a otros el Libro Rojo de Mao. Bien, en la lucha anticolonialista tal vez se hallase ese sujeto a emancipar que ya no quería ser la clase obrera, pero España apenas mantenía nada de su imperio de antaño… un momento, ¿por qué no adoptar la manera en que los nacionalistas veían a vascos, catalanes o habitantes de cualquier otra región donde hubiera brotado algún otro movimiento tradicionalista? Ahí teníamos a los indígenas colonizados que buscábamos.
La propaganda aranista había perfilado el cliché de un pueblo vasco oprimido, solo faltaba reescribir el otro elemento de la ecuación: el opresor, que pasaba de ser el maqueto al Estado/capitalismo. De hecho aquella aprobación del Estatuto de Autonomía durante la guerra fue reinterpretada bajo esa nueva luz como una declaración de independencia y la victoria de los sublevados como una guerra de conquista, una invasión imperialista del recién creado Estado vasco. Era mentira, pero encajaba en la nueva narrativa. De manera que el nacionalismo (o parte de él) se adaptaba al espíritu de los tiempos girando hacia el ideario marxista/anticolonial, mientras que la izquierda podía encontrar en la visión del mundo etnonacionalista su pueblo oprimido… Aunque para ello tuvieran que dejar de considerar a vascos, gallegos o catalanes como son realmente —ciudadanos iguales al resto de españoles, variopintos en sus intereses y su autopercepción, culturalmente eclécticos y sujetos a problemas semejantes a sus vecinos— y tuvieran que pasar a verlos (o a imaginarlos, mejor dicho) de acuerdo a la mística telúrica con que el nacionalismo los retrataba, aproximándose a ellos con la actitud reverencial del misionero o el antropólogo bienintencionado que visita una tribu indígena… o incluso como seres brotados directamente del suelo, pues la etimología del término sabiniano «Euzkadi» era la de «arboleda de vascos» (al menos según Unamuno). En fin, como algo radicalmente ajeno que permite un trato paternalista y diferenciado. Como dice Jon Juaristi en El bucle melancólico:
La extrema izquierda francesa, a la que el PCF y los sindicatos habían vuelto la espalda durante las jornadas de mayo, desesperó del proletariado, cautivo ya del sistema capitalista y de la economía de consumo, y se lanzó a buscar un nuevo sujeto revolucionario. Los nacionalistas vascos que luchaban a tiro limpio contra el franquismo se encontraban entre los candidatos idóneos a ocupar ese lugar vacante en el imaginario.
Hay que decir que los propios nacionalistas interpretaron a menudo y con gusto ese papel de indígenas de una forma un tanto pintoresca, como podía ser el caso de Xabier Zumalde, uno de los primeros etarras de mediados de los sesenta, que pasó a ser conocido primero como el Cabra y luego como el Brujo por su decisión de irse a vivir a lo que hoy es el Parque Natural de Urkiola a la manera de un guerrillero con la cara pintada (años después, por cierto, se dedicaría a poner bombas en puticlubs). No deja de tener su gracia la generalización de la pose de indígena colonizado en una región que se ha distinguido en siglos previos por su contribución a la conquista de América.
Así que esa fue la forma en que desde los años setenta la izquierda ortodoxa, revolucionaria, radical o como queramos llamarla, pasó a apadrinar cada tradicionalismo centrífugo como encarnación misma del oprimido, aunque este tuviera la renta per cápita más alta de España. Una actitud muy lejana a la del jacobinismo desacomplejado e igualitario de unas décadas antes, que desdeñaba el cantonalismo por divisorio y recelaba del nacionalismo de raíz. Ahora y de forma paradójica, la sombra del antimaquetismo, el integrismo católico y el rechazo carlista al Estado nación moderno pasaba a convertirse en una seña de identidad progresista. La lucha emancipadora del rico por liberarse de los pobres que le rodean adquiría una singular aura de respetabilidad por parte de quienes menos cabía esperarlo. Así que una bandera como la ikurriña, que diseñó Sabino Arana para representar a Dios con su cruz blanca y a los fueros con su aspa verde («Leyes Viejas»), logró desde entonces algo tan insólito como ser apreciada como un elemento subversivo que fascinaba en ciertos ambientes radicales de toda España. Servidor recuerda hace ya algunos años en una visita a Málaga como un personaje muy concienciado políticamente me hablaba con orgullo de la bandera vasca que decía tener en la pared de su casa…
El problema es que este fenómeno no quedó circunscrito a un grupo minoritario más o menos excéntrico. La izquierda moderada y mayoritaria que se ve sí misma como posibilista, inserta en el mundo real, dispuesta a dialogar y pactar concesiones, no puede evitar mirar de soslayo a la izquierda radical y envidia su pureza moral, íntimamente acusa el golpe que esta le propina al llamarla traidora a unos ideales que solo ella preserva intactos. Como consecuencia terminó supurando artefactos ideológicos conocidos como «vasquismo» y «catalanismo», así como estructuras políticas denominadas sucesivamente federalismo asimétrico, nación de naciones, estado plurinacional… En definitiva, esa clase de fórmulas de quien pretende encontrar un punto de encuentro entre el mundo real y Narnia que al final no logra satisfacer a nadie. Tras casi cuarenta años de descentralización autonómica parece que hemos llegado al final del movimiento centrífugo y lo que ahora está por llegar es otra cosa diferente. Aunque el protagonismo lo esté teniendo Cataluña tal vez este breve repaso a la relación entre nacionalismo e izquierda en el País Vasco permita comprender, al ser vista desde otro ángulo, la actitud que la izquierda está teniendo ante este movimiento separatista, rehén de unos esquemas doctrinales heredados de hace varias décadas pero muy diferentes a los que tuvo en otro tiempo. Así que a partir de ahora, forzadas por las circunstancias, la izquierda y puede que también la derecha van a tener que replantearse su idea de España y su relación con los nacionalismos periféricos.
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