7 de marzo de 2018

Orfismo democrático.

El mito es un habla sobre todo simbólico. Orfeo, como tantos otros que osaron extender la concepción limitada de libertad griega, fue atrozmente penalizado. Tal vez antes de su acto (de allí que este artículo poseyó un título subyacente que rezaba del “acto al pasaje”) por el manejo encantador de su lira, su castigo, hiciera lo que hiciese, ya estaba consumado. Venció el mandato de la prohibición misma, la miró a su amada Eurídice, y allí perdió en el mito, pero se inmortalizo como habla en el lenguaje de lo humano. Miles de años después, un poeta, quién sino, dispuso que el orfismo fuese una corriente artística que surcase la inmortalidad. En el maridaje fundador de lo humano, entre música (la lira de Orfeo) y poesía (la creatividad de Apollinaire) la sintonía que más cabalmente nos representa, sin la cual la vida sería un error como anatematizo el filósofo, es ocluida, sin embargo, obturada, sesgada, por las promesas de palabras que se deberían traducir en actos que nunca se corresponden con lo prometido.

Psicoanalíticamente el pasaje al acto es una salida de la red simbólica, lo que también implica una disolución de los lazos sociales. Según Lacan, sin embargo, no hay en él, necesariamente, una psicosis subyacente; pero conlleva, de cualquier manera, la disolución del sujeto, que, por un momento, se convierte en un puro objeto.

En una asociación imposible como necesaria, la democracia es para la política el pasaje al acto. El clivaje, el cribado, no en busca del diagnóstico, sino de la comprensión del fenómeno, nos devuelve, el giro, el retorno, la hibridación de lo que habíamos separado. La democracia sale de lo simbólico de lo político, cuando el gobernante empoderado de los votos o del apoyo que obtuvo en la elección, hasta ilegítimamente (mediante prebendas, engaños, condicionamientos por dinero oscuro,) lleva a cabo acciones de gobierno, claramente en contra de las mayorías y a favor de sus intereses personales o facciosos. La democracia,  en el pasaje al acto, a la política, la convierte en puro objeto.  Más luego la sacraliza, la totemiza, como si fuese nada más que el acto sagrado de lo eleccionario, de lo electoral, donde sabemos que en verdad, en el mejor de los casos se opta, pero nunca se elige. El sujeto político, queda demolido, nos transformamos en el tótem democrático, al que siquiera se puede criticar o mirar, de lo contrario nos espera la penalidad órfica.

No propondremos nada nuevo, tampoco estamos impelidos a proponer, sin embargo, nos surge como necesidad. Es que tal vez nuestra condición de sujetos, en el amplio sentido del término, nos determine estar atados, sujetados a cualquier cosa, a nuestra propiedad subjetividad, pero no a la mera cosificación de nuestras posibilidades. Forcluyendo, encontramos, nos tomamos, otra vez con Apollineaire, quién además de fundar el orfismo como arte, por intermedio de su obra “Las tetas de Tiresias” nos señaló un camino, en su doble significación, simbólica como real. La pieza teatral no solamente es una posición anti machista, anti patriarcal, sino que cien años antes de lo que tantos colectivos, con muy buena prensa, reclaman señala con heroico vanguardismo, un método a seguir. La obra cuenta la historia de Teresa, que cambia de sexo para obtener el poder entre los hombres. Su objetivo es alterar las costumbres, rechazar el pasado y establecer la igualdad de sexos. Sin embargo, el que sea una inversión, del mito de Tiresias, es el camino a retomar y seguir. Aquello que está en otro lugar, que nos habla desde otros sentidos, en otra sintonía, sea a la inversa o duplicada, es lo que creemos, amerita que tomemos como camino o sendero.

Inverso el camino es. De hecho, lo podrán decir los filólogos, así leímos las lenguas antiguas, declaradas muertas, en su dinámica, que nos siguen significando, donde no encontramos la razón. La discursividad de lo cotidiano, la seguimos transformando, en “emojis” en gráficos pequeños como instantáneos, que nos privan de tantas lecturas, que nos privan de tanto.

El camino del acto al pasaje, en términos psicoanalíticos, sería algo que se ensayaría de la siguiente manera: Yo estuve ahí, sí en ese infierno, del que pensaba alguna vez salir. Los horizontes están ocluidos. Las lágrimas, en vez de rodar, ascienden, pavorosamente a su vertedero. Ninguna acción producirá ruptura. Las fronteras están disueltas. En el marasmo de sensaciones, el aquelarre de los tiempos difuminados, siquiera brinda norte alguno. Tempestad eterna. El absurdo es la vana razón de una esperanza, avergonzada, que ante tanto dolor, se apiada de la expectativa y desaparece.

La sobredimensión del sentido, lo entendible y razonable en su máxima expresión. Eso era, es y será todo. Lo accesorio seguirá a lo principal. Era obvio, luego de tanta intensidad.

¿Y vos crees que me puede importar lo que vos opinas? Mi doctrina es tu temor, tu queja constante y reprimida. Tus pesadillas, tu enajenación que no puede ser disuelta ni por tus adicciones ni por los químicos, menos aún por la acumulación de material.

Que ruin pretensión, esa gloria etérea de conversar, tal vez discutir, o hermanarte, con aquellos que reposan en una biblioteca, cincelados, sus nombres también en el vacuo bronce de la historia.

Esta retahíla de palabras, son lo único que sostienen al autor con su textualidad. Cada uno de nosotros tiene varias textualidades que conforman su existencia. Algunas son más preponderantes que otras. En verdad, oscilan, se van tensando, en un juego vertiginoso.

Existen momentos en los que uno está vivenciando la eternidad de su finitud, los hechos son secundarios, siempre. Además que en verdad son interpretaciones, o variaciones, modificaciones de lo sustancioso.

No podemos asumir que nunca acabará, que nunca acabamos, que en la pretenciosa pulsión de eternizar el goce, banalizamos el pasaje al acto, disolvemos esa divisoria fronteriza. Vivimos en el acto puro, del deseo cumplido que ya sabe que no en vano volverá a pretender, algo que de todas maneras alcanzará.

Ni el útero es un diván, ni dios es papa. Una eyaculación se transforma en semántica. El miedo al símbolo invoca a la disciplina, al régimen de la autoridad. No cumplir, transgredir, con solo pensar, genera culpa, que somete a la violencia instintiva de ser puramente acto.

Cuando entendamos, desde la fosa barrosa, en el horroroso muladar, de una angustia profunda, que debemos hacer en verdad, el camino inverso. Del acto al pasaje. No al revés, como indican los libros que inventaron nuestras histerias.

Enloqueceremos sanando, privándonos del doble rasero de una humanidad que se excita inhumanamente en sus contradicciones más profundas.

Cuando descubramos que no tiene parangón el placer masturbatorio, como regreso del acto, desistiendo de dar alumbramiento a una vida, por jugos coitales mezclados, posiblemente tengamos derecho a decir que vale la pena vivir.

Si no llegamos a entender que la muerte, es el no cese de los acontecimientos, la conciencia en su variación, nunca tendremos posibilidad de temerle realmente.

Nos da miedo la intuición incomprobable que esto seguirá ad infinitum.

Hacerse cargo de la vida no es nada sencillo, por ello nos enfocamos y nos cegamos ante la vacuidad insostenible de esa muerte, de ese suicidio del pensamiento de creer que no depende de nosotros. La primera y la última eyaculación, son iguales, idénticas. Las diferencias, a las que nos aferramos nos brindan la multiplicidad de creernos, individuos y diferenciados.

Intempestivamente  encuentro que no hay voluntad, menos razón o pretensión en estas palabras vertidas a lo comunicacional. Tal vez sean la manifestación de la tempestad de la que imaginamos siempre escapar, o de la que creemos guarecernos, pese a tener la frente empapada, tanto de agua, como de sudor temerario y de esas sales que humedecerán el vertedero de donde saldrán nuestros sucesores, siempre en la misma posición, en la misma condición. 

A nivel político, el camino, el orfismo, del acto al pasaje, el regreso, para salirnos del objeto muerto (en que cayó el sujeto político, merced a lo democrático), sería bajo la misma lógica, en verdad sintonía intuitiva, antes que lógica, elegir antes que votar, multiplicar las elecciones, hacerlas verdaderamente tales, votar, como sucedáneo, como aspecto ulterior. Que elijamos antes de ser convocados (sin ser autorreferenciales pero hemos propuesto por ejemplo el voto anticipado), muchas veces y no la única o las muy pocas, cada cierto tiempo en esas ceremonias totémicas. Invertir el andamiaje del sentido mismo de la dirección, hará que suene en el lugar menos pensado. La política, llámese democrática o como fuere, tendrá más que ver con nuestra poética, con nuestras danzas, que son los elementos públicos y consensuados de la palabra.

 Por Francisco Tomás González Cabañas.

 


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