1 de marzo de 2018

Interdicciones filosóficas, políticas y psicoanalíticas.

El presente texto nace, a los efectos de intentar, indagar, explorar tal sendero de bosque, vincular la proximidad, el puente, aún no pensado, desde el arriesgar Heideggeriano, de la conexión insondable, entre palabra y muerte. Palabra entendida como logos, como el más allá de lo instintivo y muerte como la conceptualización del cese del acontecimiento. La palabra es el palimpsesto que certifica que la muerte no sucede para uno, sino para el otro, aquí alumbra, el nacimiento tanto de lo público, como su sucedáneo, la política que busca que tal extensión, no se convierta en tan extraña, en tan ajena al fenómeno natural de uno, que jamás muere, pero que ve en la muerte del otro, el horizonte de lo común, de lo que nos acontecerá, a todos y cada uno, los que habitamos en las distintas aldeas, bajo los límites de las plazas por las que transitamos.

La representatividad muerta, de una democracia que perece a medida que se la rescata, a la que se la salva, se le brinda otra posibilidad, desde la connotación de la política, merece, y debe, ser analizada, bajo los incordios de los conceptos, de la estructuración psicoanalítica, tal como sí se tratase de una suerte de diván, como todos imposible y experimental, público, explícito y explicitado, en donde el analista, el guía, el componedor, se transforma, se convierte, deviene en lector y donde el gobernante, al fin, a solas con su responsabilidad como con su irresponsabilidad, tiene la oportunidad de redimirse de sus excedentes, de excomulgarse de un mandato que lo lleva a los límites de la conversión de lo no humano.

Este conjunto de vocablos, está estructurado como un lenguaje que nos habla entre las exclusiones mutuas que se desprenden de la filosofía, la política y el psicoanálisis para la comprensión de lo humano. En su lectura ágil, se podrá percibir el clivaje ocluido, el lazo, oculto como inexpugnable, que recobra de sentido, un jeroglífico en donde se pueden vislumbrar a la política, la democracia, el inconsciente y la vagina como conceptos fundamentales. En cada uno de los lectores, comentadores en verdad, así lo deseen ratificar en el código de las letras como en el reinado de sus silencios, se encuentra la guía para unir y desunir los cabos, tal como en el atalaya asoma la luz referencial del analista o como en la casa de gobierno, ejecuta la decisión, sea cual fuere la misma, el gobernante.

Como sí se tratase de una suerte de manifiesto, de codificación, independientemente de lo que lleve su dinámica, como su comprensión, en una dimensión de lo temporal que excede nuestra necesidad de respuesta, todo lo que callan nuestras palabras, no son más que las venturas que vivenciaremos en estadios otros, sean oníricos, como productos de la fantasía o de la posibilidad de un futuro posible que nos impele a que nos habitemos más allá del miedo con el que leemos la reacción primigenia, que deslizamos ante la muerte.

Desde este mojón es que consideramos que si no dejamos de pensar, actuando, de esta manera, la llamada de lo ausente a lo que no acudimos, se terminara por extinguir, descenderos a una deshumanización de nuestras posibilidades, y convertidos en un subproducto de la razón instrumental, dejaremos de interesarnos por la palabra, por las traducciones que conseguimos, mediante su uso y desuso.

En tal ciénaga del aceleracionismo, seremos la expresión consumada, del consumo hiperbolizado, sobregirado en las proporciones industriales que nos llevaran a buscar otros ambientes, para desarrollar, no ya lo humano, sino su resultante, la operatoria mayor, la conversión final del verbo, del logos, de la palabra al número.

Número que como tal, posee como propiedad intrínseca su no traducibilidad. La ausencia de exegesis del número, lo convierte y nos convierte, en algoritmos para uso y abuso de nuestra debacle, a la que se la llama, por el momento, en los últimos resquicios de la resistencia de las palabras, inteligencia artificial.

Cada vez son más los sujetos (atados a la ataraxia que propina el sedante del fin de los tiempos), que exacerbados en su función políciaca, denuncian la llegada, la subsistencia de textos, de manojos de palabras, de gritos de lo humano, seriados, codificados en artículos, que no esperaban, que no pidieron, que no saben dónde colocarlo, además del basurero, sea real, simbólico del cerebro o virtual de la casilla de correo.

Ya tienen privada la posibilidad del entender que la humanidad, encontró sin buscar su traducción. Casi todo lo adquirido lo obtuvimos mediante el libre juego, de que una cosa llevara a la otra, sin desesperarnos en buscar, imposible además, el cuanto y el qué.

La muerte no traduce lo humano, no lo redime, no lo inmortaliza, sólo la palabra es capaz de conseguir esto y tanto más.

La palabra, a la que se la persigue, se la ultraja, se la sodomiza, exigiéndole una traducción, un resultante, nos habla, nos interpela, en todos los planos posibles, para que nos reconciliemos con ella, con lo público, con lo político, que es su sucedáneo.

En la palabra no anida el resultado, al que por haberlo convertido en prioritario, la traducción de lo humano, lo va despojando de su sentido, de su esencialidad, de esa palabra por la que aún conservamos nuestra condición, hasta que la terminemos despellejando y en tal posibilidad, habernos transformado en la suma azarosa de un algoritmo, sin posibilidad de regreso, de cambio, sin traducción alguna más que la contundencia del número.   

El presente texto es un breve introito de la obra en elaboración “Interdicciones filosóficas, políticas y psicoanalíticas” del autor Francisco Tomás González Cabañas.-

 


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