8 de febrero de 2018

Violado a los 13.

Aún se confunde, o muy pocos se encargan de tratar de aclarar, que la violación no tiene un género perpetrador, más allá de las estadísticas (que como decía Eco es la práctica que diría que 4 personas comen un pollo cada una, hasta en el caso de que una sola coma los cuatro y las restantes tres, miren), la violencia sexual no pasa por el instrumento con la que se lleve a cabo. Una vagina, puede ser tan eficaz, como un pene u otros instrumentos que se usen para señorear, someter, desde una posición ventajosa de poder, por sobre un menor que no tenga poder de decisión, así se trate de su propio cuerpo. El estado, mediante sesgadas facciones de interés, que hoy reclama a los actuales adultos que no cometan actos abusivos, como un piropo descortés o una gestualidad que atente ante lo que otro considere una acción cosificante, es el mismo que permitió, generó e impulsó, apañando, con su indiferencia, que los que fuimos niños algunas décadas atrás hayamos sido creados bajo la impronta de realizarnos lo antes posible, impulsando a que fuéramos, entre tantas barbaridades, víctimas de prostitutas que en aquel entonces, legalizadas y prestigiadas en su oficio, se nos rieran al querer creer que queríamos tener una primera vez con ellas, cuando en verdad estábamos siendo ultrajados. El mismo estado que cerró esas whiskerías que antes reinaban, al oscurecer la ciudad, bajo el guiño, cómplice y sarcástico del adulto, se constituía en la escuela, en donde en vez de la actual impartición de educación sexual, se violaba, sistemáticamente al menor. Un estado, que pese a cambiar, insistimos, por intereses facciosos, su perspectiva en cuanto a la sexualidad pública, concomitantemente, debe escuchar a los que fuimos sus víctimas, por acción u omisión, además de exigirnos, como nos hace, la adaptación a nuevas reglas culturales, que a la velocidad de la luz se plasman en la normativa.

La violencia que anida en un acto de violación, brinda al agresor, un goce perverso, al ver sometido al otro, que siempre en tal circunstancia, posee una clara posición desventajosa en relación a su victimario. Este colosal como vergonzante acto es el que refleja el espíritu del violador, aprovecharse del que está en una condición más compleja, complicada, que su atacante. El estado que generó amplias posibilidades de violación, entronizando el obtuso  criterio que sólo se violaba mediante el falo, sea real o algo que lo semejara, no redime sus faltas o ausencias, exigiendo ahora que no se abuse desde una posición de poder, invitando a alguien a cenar, o exteriorizando una frase destinada a una conquista oportuna que sea interpretada como cruelmente condicionante.

El estado, debe escuchar, tal como escucho a las víctimas directas de la dictadura, reponiéndolas, material como simbólicamente en su daño, para que la sociedad en su conjunto, tal como sabe, sin que todos lo hayamos vivido, lo horrible que sería que volviese un gobierno militar, lo atroz que fue haber sido menor, en los tiempos en donde se construía desde ese ideal cultural, el referente “hombre”, que tenía entre tantas proezas, que debutar con una profesional de la compañía que lo doblara en edad, que se riera antes, durante y luego de la proeza (en lo que hoy sería definido como bullyng) para finalmente, no saber siquiera, que tal experiencia, no había sido más que la perpetración de una violación, directa y consumada, en donde el estado y la sociedad, se hubieron de comportar, como partícipes necesarios.

La violencia, que es la sustancia activa del acto violatorio, que sigue anidando en el estado como política pública, ya no se observa, promoviendo o promocionando estos tipos de hombres o ciudadanos. Astutamente, tomaron una suerte de bandera compensatoria, en donde regulan desde la genitalidad, o desde el género, la mayor cantidad de cuestiones atinentes a la sexualidad. Todo lo que sea femenino, amerita, por su propia condición, azarosa de tal, ser tratado de una manera, más atenta, compensada y especial, que lo aparte del significante hombre, librando no una suerte de batalla de los sexos, sino una difuminación o una confusión de lo humano que trasciende, necesariamente los géneros.

El estado lo hace, porque continua,  violando a sus ciudadanos, o permitiendo que a semejanza de la prostituta con el niño, lo viole un gobernante, cuando sentado en la poltrona del poder, habiendo prometido antes de acceder, que recibiría a un determinado votante suyo, lo hace esperar, lo posterga en la compensación (que podría ser tan sólo ser escuchado) de recibirlo, le responde un mensaje diciéndole que le dará espacio, pero no confirmándole cuando. El estado sigue permitiendo estos actos violatorios, cuando en esa igual como permanente relación entre seres con poderes disimiles, apaña, protege, se pone del lado, del violador, que le promete al violado que resolverá lo peticionado, que tiene, mansamente que esperar, porque está manejando altas cuestiones de estado. Sí alguien tiene que esperar no es el ciudadano de menos poder en una relación o vínculo con un poderoso, dado que este tiene todos los recursos de ese estado que maneja, para definir la cuestión, desde medios, como secretarios, recursos y demás.

Invertir la carga, para que sea el ya violado, que espere, que entienda, que persista con el gobernante, para que este, decida cuándo, implementara toda la botonera del poder, para resolver un asunto peticionado por el ciudadano y habiéndose comprometido a hacerlo, es la muestra contumaz del acto violatorio, puro, duro y real.

Los daños tras una agresión sexual, son permanentes y lleva mucho tiempo, el poner en palabras, que uno, ha sido doblegado en su voluntad, por unos otros, con la complicidad, en este caso, palmaria del estado.

Tanto un pene, una vagina, un ano, o instrumentos que vayan más allá de la genitalidad, son recursos que utilizan los violadores para perpetrar sus actos, en el fondo, lo hacen más allá de la genitalidad y los instrumentos. El placer lo obtienen reduciendo a los que tienen menos poder, o haciéndoles sentir que eso que detentan, lo hace a ellos especiales y a los que no, basuras, destinadas a desear lo que nunca tendrán.

Los violadores obtienen su legitimidad, cuando los violados nos transformamos en victimarios. Una forma de evitar esto mismo, es poniendo la experiencia en palabras. El estado que nos viola, debe saber que no nos daña en nuestra dignidad, al someternos, mediante un gobernante que habiéndonos prometido que nos recibiría, que nos cumpliría, no lo hace, fuga su palabra o compromiso, para mediante la agresión de poder, decirnos que el poder es suyo y no nuestro y que debemos callar o de lo contrario la pasaremos peor.

El violador, puede tener la opción de usar el poder más allá de la violencia, que engañosamente, cree que la maneja, otorgándole un goce momentáneo, como circunstancial, que lo confunde con placer.  

El violador no sólo que ha sido alguien violado, atravesado por la misma violencia que devuelve, con la incapacidad, o el temor de poner en palabras su dolor, sino que además, vive, más allá de la legitimidad política y social que pueda alcanzar, siempre preso de ese engaño entre goce y placer, cree que le gusta algo, pero en verdad está tan vacío que sólo pretende dañar a otro. Un violador, puede tener otra dimensión más allá de la violencia, un violador, puede salir del encierro de atacar al débil para no temer.

Un violador puede asumir su condición humana, hacerse cargo de lo que promete, de lo que expresa, darle sentido placentero a su posición, sin que el daño al otro (violarlo, mentirle, engañarlo, abusarlo) sea la única práctica que lo sentencie a un goce perverso, en donde al final de su día, de su mandato o de su vida, se dé cuenta que ningún objeto, bien o daño lo ha saciado, o mejor dicho le ha brindado algo humano que haya merecido un segundo de su experiencia en esta vida, que para entonces, habrá acabado.


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