La prohibición del deseo político conduce al abismo a la democracia brasileña.
Mark Weisbrot escribe en el New York Times “La democracia brasileña al borde del abismo” informando entre otros párrafos: “Esta semana, esta democracia podría erosionarse aún más cuando los tres jueces de la corte de apelaciones decidan si se le prohíbe al expresidente Luiz Inácio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores —la figura política más popular del país— competir en las elecciones presidenciales de 2018 o incluso si lo mandan a prisión”.
Explicaremos las inconveniencias, tal como lo hicimos con la judicialización de la política o la intromisión de este poder del estado (el judicial) el que debería ser apartado en su supuesta independencia, y blanqueado o sincerado en su articulación de poder, de en este caso, obliterar la aspiración al manejo del poder, que es ni más ni menos que la suspensión del deseo político.
Los sistemas políticos dan cabales muestras de que son autoritarios o poco democráticos, cuando penalizan, acotan y aplastan el deseo político, que es aún mucho más agresivo y abusivamente totalitario que la patrulla del control o la vigilancia panóptica por intermedio de ojos tecnológicos que todo lo ven para disciplinar. Gobernar es un imposible porque se trata de hacer desear, afirmaba Lacan, y para completar el concepto habría que decir que el deseo de lo político, es decir como arribar al gobierno, debe estar ocluido, cerrado, prohibido para todos aquellos que pretendan hacer desear y por tanto sólo apto, para los que con el piloto automático se dejan y nos dejan llevar por la automaticidad de un sistema que nos pretende meros ejecutantes de lo no pensado ni analizado o pasado por la faz de lo humano.
Tal como funcionó como uno de los emblemas del feudalismo, el derecho de pernada (presunta normativa que otorgaba a los señores feudales la potestad de mantener relaciones sexuales con cualquier doncella, sierva de su feudo, que se casara con uno de sus siervos) tiene su calcada expresión en lo que la actualidad podríamos llamar, el uso de “Censura al deseo político”.
Cuando hablamos del deseo, estamos adentrándonos en uno de los aspectos fundantes de la condición de sujeto, el deseo podría definirse como el combustible mediante el cual el hombre encuentra sentido, sea a corto, mediano o largo plazo, a sus acciones en un mundo que no le da explicaciones del porque ni el para qué ha venido ni tampoco del porque o del cuando se irá.
Este elemento indispensable para el cuerpo y el alma del hombre, no es, como podríamos suponer a priori, de acceso libre e individual al mismo, es decir, si bien es una “sustanciación” en la que necesariamente interviene a solicitud o requerimiento de una individualidad, se conforma ese acceso mediante la interacción con lo social, en donde más temprano que tarde, esa interdependencia útil entre individuo y sociedad puede trocarse en condicionamiento expreso sobre la libertad de acción y de elección individual por sistemas o culturas opresivas o cerradas.
Podemos encontrar razones en lo que esgrimimos en el campo de la psicología acerca de cómo repercute un deseo, que se socializa y vuelve al individuo tras esa interacción:
“En la personalidad neurótica de nuestro tiempo (1937) afirma Sigmund Freud que las condiciones de vida, principalmente en los grandes centros urbanos, son factores decisivos en las neurosis. Porque ponen al individuo en un estado de frustración perpetua: riquezas inaccesibles en un mundo duro en el que el dinero todo lo permite; mundo en contradicción con la enseñanza moral y religiosa y en el que la desigualdad de los bienes crea en los individuos un estado de tensión y aun de hostilidad. Lo que en cambio se le ofrece en abundancia son posibilidades imaginarias de satisfacción a través de la radio, el cine, la televisión, las innumerables revistas, etc., que son otras tantas compensaciones alucinatorias que contribuyen al desequilibrio mental. “(F.-l. Muller, historia de la psicología).”
Para galvanizar lo trascendental que significa el deseo, vamos en busca de un pasaje de un cuento de Borges, en donde el autor refiere, desde una visión muy particular y verosímil, acerca del mismo; “El dictamen quién mira una mujer para codiciarla, ya adultero con ella en su corazón, es un consejo inequívoco de pureza. Sin embargo, son muchos los sectarios que enseñan que si no hay bajo los cielos un hombre que no haya mirado a una mujer para codiciarla, todos hemos adulterado. Ya que el deseo no es menos culpable que el acto, los justos pueden entregarse sin riesgo al ejercicio de la más desaforada lujuria” (La secta de los treinta, Jorge Luis Borges).
Esta definición Borgeana de “El deseo no es menos culpable que el acto”, es lo que entienden a la perfección los popes dirigenciales o capitostes políticos en nuestro occidente y por ello, censuran, persiguen, maniatan y prohíben, como decíamos no sólo ya la posibilidad de que se participe en igualdad de condiciones en el ejercicio de la política (y cuando se ingresa a tal condición se transforman en custodios de lo que criticaban, inconscientemente, para ingresar) sino que van por lo fundante del ser, por el deseo, al que consideran, como refiere Borges, no menos culpable que el acto.
Esa prohibición del deseo, la hacen explícita y manifiesta, cuando cooptan el sistema de medios, de justicia (es decir todos los llamados poderes del estado, que conforman y forman) y para ello exhiben cada tanto un chivo expiatorio, un cuerpo sacrificado que los redima grupalmente y que para tal caso, los lave de culpas con la sangre de la víctima circunstancial, que puede ser asesinada por un por un sicario (Casos Kennedy y Olof Palme) o infartada por las circunstancias, como Barbera, transformando en su paso a la inmortalidad, su condición, de victimaria a víctima, redimiendo de paso a los de su grey, facción, clase que necesariamente deben prohibirnos a los que no pertenecemos hasta el deseo de lo político.
Finalmente para señalar que la búsqueda de la comprensión de las cuestiones políticas, bajo codificaciones psicoanalíticas, no obedece necesariamente a un rapto de originalidad o una composición desde lo psicológico, sino que deviene de consideraciones de politólogos, como el que se cita a continuación que interpretan al poder, desde giros conceptuales tanto o más psicoanalíticos como “Angustia de Mando”.
“Todo mando está constituido por dos elementos; un impulso y una espina. El impulso, “la energía motora” del mando, encierra la coacción del destinatario a ejecutar la orden, mientras la espina está destinada a permanecer en quien la cumple. La espina del mando introyectada acaba por agudizarse, transformando la natural resistencia inicial del subalterno en oposición y en abierta rebelión. Pero todo esto sucede solamente cuando el mando se ejerce sobre un solo individuo. En la masa, en cambio, el mando se expande horizontalmente e, incluso sí algunos empiezan a rebelarse, el movimiento se disipa de una manera fulmínea sin crear ninguna espina. No obstante la espina del mando no actúa solo sobre los dominados, sino también sobre quienes emiten las ordenes, transformándose en una “angustia de mando” que crece desmesuradamente cuanto más se asciende hacia los vértices del poder. No le quedan pues, al poderoso, sino dos caminos: librarse de la espina renunciando al poder o, como Schreber encerrarse en el delirio paranoico de suprimir a los otros para ser el único, el superviviente por antonomasia. O bien como solución más moderada y frecuente, pero no por ello normal, cultivar el deseo de servirse de los otros para convertirse en único con su ayuda… La lógica del poder parece estar constituida por dos polos; el impulso a la multiplicación y la obsesión paranoica de la supervivencia a cualquier precio.” (Contra el Poder, Giacomo Marramao).
Finalmente, y más allá de la culpabilidad o no de determinados políticos en procesos jurídicos, cada vez son más los que alertan de la debilidad democrática en Brasil, por “temer” la no posibilidad de presentación a la presidencia de uno de los candidatos, que más allá de las consideraciones políticas que merezca, no deja de ser la clara representación de un espacio de la ciudadanía que forma parte sustancial de la política que es ni más ni menos que la forma en que se desarrolla la tensión del poder.
“El poder es tolerable sólo con la condición de enmascarar una parte importante de sí mismo. Su éxito está en proporción directa con lo que logra esconder de sus mecanismos. ¿Sería aceptado el poder, si fuera enteramente cínico?” (Foucault, M. Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber. Siglo XXI. Madrid, 2005. pág. 90)
Por Francisco Tomás González Cabañas.-
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