25 de noviembre de 2017

La democracia imperial; caso Honduras.

Las elecciones presidenciales que tendrán un ejército de observadores internacionales para legitimar el proceso, contarán con la peculiaridad que el actual primer mandatario (Hernández) podrá ir por su reelección, gracias al poder judicial de su país (al que obviamente se encargó de modificar o conformar) que, manifestación leguleya más o menos, pulverizó la disposición constitucional que impedía la reelección. Ocho años atrás, otro Presidente (Zelaya) hubo de ser destituido por pretender la misma reelección, a la que, a la luz de los resultados, busco en aquel entonces por la vía incorrecta; pretendió un plebiscito habilitante (algo que llevó a cabo Morales en Bolivia y de lo que se está arrepintiendo tras sus resultados) en vez de ir por la senda adecuada; fallo judicial y cobertura mediática-comunicacional. Desde los sectores que pretenden institucionalidad democrática en Honduras, se acuño la expresión de “Democracia imperial” sucede que sienten y padecen, que además de tantos vejámenes, serán víctimas también del europeísmo que los colocara este domingo de elección, como el cobayo de laboratorio, pasible de experimentos de politólogos que ven democracia en lo electoral, que observan división de poderes al encontrar siempre un legislativo que adscribe, con vicio ratificatorio, cualquier empresa que dimane de lo híper-ejecutivos y como siempre, olvidan, en el sentido heideggeriano, que lo radicalmente importante y decisorio, orbita en el judicial. Tal como lo describiera Foucault en sus conferencias, traducidas a libro “La verdad y las formas jurídicas”, el poder judicial nace y se entrona como la mano militari del emperador, del gobernante, que luego devino en ejecutivo y que revolución francesa mediante, se apelmazó, se travistió en un supuesto poder transparente, democrático e institucional, cuando en verdad representa la faceta más caramente oprobiosa del poder entendido como un ejercicio violento y radicalmente autoritario.

Si alguien tuviese la posibilidad de repasar las tesis o los congresos en las diferentes facultades de humanidades, que traten acerca del poder judicial, a diferencia de los que versan sobre los restantes poderes, no habría dudas de que aquel es el menos observado, tratado y por ende, criticado o cuestionado. Ni que decir de los medios de comunicación, pero este accionar es mas entendible, tal vez los criterios de distribución de pauta publicitaria debieran ser fijados y luego  administrados por el poder judicial de cada localidad, la historia de los relatos mediáticos y por ende los relatos políticos, cambiarían drásticamente (habría que ver a favor de quién).  Posiblemente el autor del “Espíritu de las leyes”, o el hacedor de nuestra concepción de la división de poderes, como los contrapesos necesarios para una institucionalidad adecuada y correspondiente, haya prestado un gran servicio para ello también al relatar las formas en que desde Roma se administraba la justicia, propiciando con ello, que desde la formación en derecho se estudie el derecho romano, como el fundamento mismo, desde donde continúa el extraño privilegio de quiénes se dedican a las leyes (académicamente) de tener la posibilidad de formar (en sus jerarquías) parte de un poder del estado, del que no pueden formar parte nadie que no tenga credenciales académicas acreditadas en este saber. Esta característica, sumamente facciosa y controversial, es sin embargo, muy poco cuestionada o visibilizada, a nivel teórico, práctico o mediático, nos hemos acostumbrado, extrañamente, a que la conformación de un poder del estado, el judicial, sea bajo principios, paradojalmente, injustos. Montesquieu, al hablar del espíritu de las leyes, narra no solo los aspectos históricos, tipificando los casos en una cuestionable trilogía de la politología, de la república, la monarquía y el despotismo, sino en sus razones físicas, en donde plantea, excentricidades antropológicas cómo la que formula al expresar que en los lugares de temperaturas más frías los ciudadanos son más afectos a cumplir la ley que en las zonas en donde el calor apremia. Pero en donde está haciendo germinar, la perversión que apoya aquél apoderamiento por parte de los facultados en derecho de un poder del estado, es en dotar de espíritu a las leyes, desde su propio título y habilitar la exegesis, la hermenéutica y la interpretación de construcciones que son afirmativas, apofánticas. Es extraño que aquí tampoco, se haya cuestionado desde la lógica formal al menos, que se pueda  realizar esto mismo. Sí las oraciones que afirman o niegan algo, en un contexto positivo cómo el del derecho, pueden, ameritan y se propician como de interpretaciones interminables, entonces estamos perdidos. Tan perdidos, como en verdad lo estamos, y lo señalan todos los estudios de opinión pública en las distintas comunidades de occidente, en relación a la poca credibilidad que posee el poder judicial o lo poco que se corresponde con un servicio que brinde o garantice justicia. Este poder, que insistimos, ha sido tomado por una facción de la sociedad, a contrario sensu, incluso de quiénes en parte han propiciado esto mismo (citamos a Montesquieu también cuando afirma que la posibilidad de juzgar reside en la selección circunstancial de ciudadanos no atados a profesión) se fue forjando, en razón de esta perversión capital que se hacen de los juicios lógicos. Este laberinto, de supuestas interpretaciones de interpretaciones , que llevan a apelaciones y a la generación de más tribunales que supuestamente discuten, bizantinamente, abstracciones inentendibles de procedimiento, no hacen más que dilatar el pronunciamiento de la justicia, pagando onerosos sueldos a funcionarios judiciales para que den vueltas semánticas o procedimentales, para justificar los ingresos, dimanados de ciudadanos a quiénes se les priva del servicio de justicia que les corresponde. Las interpretaciones de la ley, las exegesis ad infinitum y las exposiciones catedráticas acerca de lo que quiso expresar el legislador (es decir quién construyo la ley, que el judicial sólo tiene que aplicar) debería estar acotado al campo literario, filosófico, de competencia o de interés para quiénes así lo deseen y manifiesten. Sin embargo, en uso y abuso del supuesto espíritu de la ley (ya lo expresamos cuando Montesquieu se puso a pensar sobre el contexto, escribió que la ley se cumple más en los lugares donde hace frío…) se consolidó esta burocracia judicial, este laberinto de expedientes, de papelerío absurdo,  de perspectivas, de marchas y contramarchas, de manifestaciones irresolutas, que al único lugar que nos hacen arriba es al axioma planteado por Séneca: Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía. Claro que esta justicia tardía, conviene a la facción que administra justicia, pues, en sus prerrogativas simbólicas, además del trato de Majestad, como en los tiempos imperiales, la mayoría de los jerarcas del poder judicial gozan de prerrogativas como el no pago de impuestos, la no obligatoriedad de jubilación y el cobro de sueldos u honorarios que siempre son sideralmente superiores que los que puede percibir un maestro o educador (lo ponemos como referencia, pues el propio Montesquieu en la misma obra dedica un capítulo aparte para dar cuenta de la necesidad, sobre todo en las repúblicas de la educación de los ciudadanos: “En el gobierno republicano es donde se necesita de todo el poder de la educación”).

 

Tal vez la disolución del poder judicial sea un camino. Sin embargo, la existencia de conflictividades entre ciudadanos y los ciudadanos y el estado, continuaría existiendo, por tanto el sendero tendría más razón de ser, sí lo dotamos de una institucionalidad republicana, que se corresponda con la realidad y no simplemente con una argumentación proveniente de una vieja teoría de división de poderes, enmarcada en la necesidad de aquel entonces, por la revolución planteado por los descubrimientos de Newton, principalmente su teoría gravitacional. Esta suerte de necesidad de que los “astros estén alineados” (usado en la actualidad por diferentes comunidades para expresar vulgarmente, que todo este ordenado como debe estar o como nosotros creemos que debería estar) generó la posibilidad, que a nivel político, las compensaciones estén alineadas en una tríada, destacando la importancia ritual y simbólico del tres en la cultura occidental, desde la concepción del padre, la madre y el hijo y luego sus ritualizaciones en el campo religioso.

En todo caso, la política, es decir los políticos entronizados en el poder, deben encargarse de la justicia, de lo contrario, seguirán sometidos a ella, como potenciales víctimas (en tal caso o cuando detentan el poder, victimarios) o como víctimas directas cuando, elección mediante, el poder se les filtra de las manos, por las razones propias del poder. El caso Odebrecht nos exime de mayores ejemplos, estableciéndose quizá como la comprobación de todo lo expresado. El verdadero poder, anida en el poder judicial, que bajo máscaras democráticas, se manifiesta de la forma más brutal, discrecional y barbárica, allí en donde necesite ratificar la lógica enfermiza de que el poder no puede ser administrado, gobernado, manejado o gerenciado por la política.

Sí los políticos siguen pensando en términos electorales, sin comprender que están allí, sea por actuación o por no actuación judicial, cuando se den cuenta, estarán fuera del poder y probablemente en la cárcel.

Se necesitan tanto o más análisis, reflexiones, cuestionamientos, como propuestas de cambio del poder judicial, como elecciones libradas, para que tengamos un camino más eminentemente democrático.

 


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