1 de agosto de 2017

Las oclocracias que habitamos gozan de buena salud.

Según El contrato social de Jean-Jacques Rousseau, se define oclocracia como la degeneración de la democracia. El origen de esta degeneración es una desnaturalización de la voluntad general, que deja de ser general tan pronto como comienza a presentar vicios en sí misma, encarnando los intereses de algunos y no de la población en general, pudiendo tratarse ésta, en última instancia, de una "voluntad de todos" o "voluntad de la mayoría", pero no de una voluntad general.

“Las elecciones son el mecanismo central de la toma de decisiones políticas en los sistemas democráticos. En los años noventa del siglo pasado los partidos políticos de corte populistas entraron en la escena política en varios países europeos. Algunos de estos partidos han logrado establecer la “tiranía de la muchedumbre”. Muchos votantes son escépticos en lo que respecta a la efectividad de la democracia y su capacidad para ser representados pertinentemente. Una de las razones para este escepticismo se debe a que los sistemas democráticos que surgieron después de la Segunda Guerra Mundial han postergado a un grupo social cada vez más amplio de ciudadanos que carecen de conocimiento político. El objetivo de este trabajo es analizar la oclocracia, que se caracteriza por tres fenómenos: primero, un tipo específico de violencia denominado desde la Antigüedad “hybris” y caracterizado por una violencia específica. En segundo lugar, la ilegalidad o “paronimia” que se asienta sobre la violación reiterada de la ley y su consecuente neutralización de la justicia. Por último, se analizará lo que clásicamente se ha denominado la “tiranía de la mayoría”, que pretende sustituir la democracia representativa mediante un sistema plebiscitario. Este último se caracteriza como una forma especial de demagogia” (Padilla Gálvez, J. La oclocracia como peligro para la democracia. Resumen.)

Tal como lo estudia Joaquín Abellán en su libro “Democracia” este término, en verdad debe su uso reiterado en los últimos doscientos años, independientemente de su existencia milenaria. En aquella Grecia Antigua, el término “Isonomía” es decir el que refería la posibilidad de la igualdad ante la ley, era más conciso políticamente, dado que de acuerdo al propio Aristóteles, en su texto política, esta actividad era fundamentalmente una organización de lo que luego serìan los asuntos públicos. La democracia había surgido en verdad como una estructura para caracterizar una forma de gobierno que atendía a los aspectos más amplios de las comunidades, los que podían ser pasados por alto por monarcas u oligarcas, dada la dificultad material de estos de poder concentrarse en aspectos que sucedieran más allá de sus narices o de sus incumbencias.

La democracia pasó luego a ser un significante utilizado en el devenir de la historia como un ariete  contra de o como contraposición en el juego del poder, de las monarquías establecidas. La democracia de caracterizar una forma de organización política, se transformó en una bandera que significaría otra cosa de los absolutismos en los que casi siempre terminaban, más temprano que tarde, las monarquías.

La democracia como vehículo continúo con tal ropaje, representando en su significado, lo otro, positivo, de los absolutismos que incluían experiencias totalitaristas y golpistas más allá de sistemas monárquicos.

La democracia era todo lo que se oponía a las experiencias políticas que remitieran a esos absolutos que como íconos esgrimían cualquier posibilidad menos la de la expresión, incluyendo la expresividad  electoral o la acción de emitir un voto.

Ante la necesidad de definirse o de reconocerse en su identidad, la democracia, eligió transformarse en lo simbólico de la jornada de votación. Votar y poder decir cualquier cosa, alcanzaba para ser considerado, válidamente democrático.

El problema se volvió a constituir, cuando en desmedro de esa fuente conceptual, la democracia se totemizó en el símbolo y se codificó en lo numérico.

Democracia pasó a ser la cantidad de votos que un partido, para luego un líder o persona, pudiera cosechar como representación de adhesión.

La democracia es actualmente todas las palabras que se puedan decir en un lugar público, sin que sobrevenga una fuerza de facto para prohibir tal dinámica. Por más bueno o positivo que parezca, sin embargo la democracia se encapsuló, se encorseto en lo numérico.

El acabose de lo democrático (así dimos en llamar nuestro libro en proceso de edición) que madura desde hace tiempo, deviene en la definición primigenia Griega de la oclocracia, dado que no hemos ni tampoco podremos nunca tener una real experiencia democrática, dado que en caso de que la tengamos la transformaremos en otra cosa. Es la gran definición Lacaniana del imposible del gobernar porque se trata de un deseo. Al cumplirse deja de ser tal.

La democracia nunca podrá ser plasmada porque no es tal cosa (no es una costa real en la que podamos desembarcar), es una aspiración que se aleja, a medida que nos acercamos a ella.     

La democracia en los últimos años, posee una adhesión, casi romántica, porque mediante tal ropaje se esconde todo lo que cubrimos, bajo tal excusa. La pobreza y la marginalidad son la mugre que debajo de la alfombra democrática, pretendemos ocultar, para considerarnos dignamente humanos tras nuestros comportamientos inhumanos.

La violencia solapada no deja de ser violencia, sino que está transigida, cruzada, cosificada por el número, que a partir del mismo, deviene en relato democrático.

No hemos sido capaces, capaz que nunca lo seamos, pero no por ello debemos dejar de intentarlo, de constituir una organización política, que consiga acortar inequidades. La semántica nos sirve para definir nuestros intentos, por más que en el entusiasmo lo pretendamos logros.

Seguimos habitando oclocracias, algunas con mayor grado de relatos más creíbles, considerables o perdurables en el tiempo, pero que caen o se develan en algún tiempo, desnudando todo aquello que se pretendía ocultar.

La democracia nos sirve como excusa, cuando no cómo real imposible que nos motiva a que continuemos con algo que nunca podremos. Tal como aquel iluso que cierta vez se propuso, vencer con sus reglas a la muerte, ni más ni menos, entiendo que la única manera posible, más no así sensata, era cambiándole de nombre al tiempo, como para no reconocerlo.

Por Francisco Tomás González Cabañas.

 


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