La tierra sin política.
Sí siguiésemos con los autores que edificaron las constituciones conceptuales de lo político, no podríamos dejar de mencionar a Locke, sobre todo, cuando establece que el poder legislativo es el poder político máximo o por excelencia, preanunciando lo que luego, fortalecería Madison, en razón de la lógica de la representatividad y su importancia capital en el devenir de lo político tal como lo entendemos en la actualidad.
De no haber existido los nombrados como tantos otros teóricos de lo político, no tendríamos por ejemplo, o no seguiríamos teniendo, Senadores, que independientemente de sus nombres y partidos, sabemos que no serán tan fácilmente recordados, como sí lo son quienes pensaron o piensan en sus funciones conceptuales o políticas.
No se trata de cuanto gastemos, del erario público, por sostener los servicios, políticos-representativos de un senador determinado. Que hace con la que le pertenece, sí es mucha o poca, o tal como circula desde hace tiempo, un proyecto, para que cobre como un docente. De lo que se trata, es que cuando nos refiramos a lo político o a la política, lo hagamos desde un lugar en donde seamos respetuosos, de quiénes se dedican a ella.
Ni que hablar sí un senador, en el uso de los recursos públicos, puede contar con el asesoramiento, de tantos y tan buenos, relatores o escribas, que brinden la posibilidad al representante no ya a lucirse en la redacción de algún pensamiento, sino del al menos, que en el afán de decir algo, o de rescatar agua para su molino, no cometa graves faltas conceptuales que dañan, erosionan y perjudican a la política toda y a quiénes se dedican a ella más allá de cargos.
El caso paradigmático es Venezuela, país al que todos miramos, y desde el que ya nadie pretende mostrar una suerte de proximidad con aquel oficialismo gobernante. En el tren de la conveniencia y por sobre los cadáveres de los venezolanos, se prenden discursos de toda índole que lo único que hacen es confundir a la política, de enredarla en un estado de desorganización en sentido contrario al sentido de su definición.
Expresar por ejemplo que el populismo tiene como matriz, el lema que fuera usado por el absolutismo monárquico del rey Sol, Luis XIV “El estado soy yo”, es cómo mínimo contumaz, por no decir propalador de la lógica nazi del miente, miente, que algo quedará.
En Venezuela está ocurriendo algo muy distinto a lo que pudo leerse como la cuestión populista (y no haremos ningún juicio de valor de esta perspectiva política en este artículo) progresista o socialista del siglo XXI.
En Venezuela, desde hace varias elecciones a esta última planteada, lo que está ocurriendo, puede ser, incluso, mucho más digno a ser imitado, continuado o reescrito desde una perspectiva que vaya de lo práctico a lo teórico.
Venezuela, o mejor dicho, la oposición política, o quiénes no están de acuerdo con el oficialismo, vienen planteando, una clara, prístina y contundente, respuesta política; El rechazo, sistemático, explícito y determinado a las reglas de juego instauradas.
Es decir, no se trata que desde la política o los políticos, por más extraño que suene, se hable en contra de los partidos políticos, y por ello, a favor de los ciudadanos; esta burrada, sólo contribuye a mayor confusión, mayor quietismo, inercia y cuando no complicidad con el acabose de lo dado, mucho menos de declarar, hasta el hartazgo, emergencias vanas, mediante firmas o el regalo u otorgamiento de comida, con la excusa humanitaria de paliar el hambre, como sí el tiempo viviese una dinámica de lo electoral permanente, en donde la comida se entrega a cambio del voto.
Lo único que puede mejorar la política, es el camino que está tomando la oposición venezolana. Insistimos, independientemente de que les asista la razón o el favor político de las mayorías, en lo que estamos de acuerdo es en que sí algo va a cambiar en la política, es mediante el rechazo a las reglas de juego que siempre benefician a los mismos.
Imagine, por un instante, las tierras políticas de ese senador, que vive a expensas de un oficialismo que está en el poder desde el mismo período que el chavismo en Venezuela, sí es que en tal lugar, en vez de que exista la oposición que existe, existiese una como la venezolana, las elecciones a gobernador, que tienen desde hace tiempo, al candidato oficial como obvio ganador, en vez de ser enfrentado en las urnas, en donde ganará, contundente como aplastantemente, tuviera líderes opositores que declaren que no irán a la elección provincial, por considerarla nula, viciada de contaminante antidemocráticos (falta de democracia interna, hasta para elegir senadores que luego desde la poltrona que ocupan por el dedazo pretenden dar lecciones teóricas de la política), denunciaran esto mismo a nivel internacional, con pruebas de esto mismo, sea denuncias de fraude, prácticas clientelares y demás aspectos obvios y abusivos que se dan en cualquier sitio tercermundista que se precie de democrático, los resultados serían obviamente distintos.
Lo otro que podría ocurrir, para que tales cambios sean menos traumáticos y menos rotundos (básicamente, insistimos por la falta de arrojo de la oposición o del grado de complicidad que poseen con el oficialismo, dado que les resulta negocio ser opositores) es que desde el oficialismo que, para seguir siendo tal, incorporará otra piel, estará en otras manos, más remozadas y de otra estética, brinden un mejor y mayor asesoramiento a quiénes tengan el honor de representar a la ciudadanía, sea en el pleno del legislativo o en un escrito o libelo, en donde por suerte y sobre todo para ellos, entre tantas cosas, Venezuela queda muy lejos, sobre todo y más que nada para la oposición o para los que no están en el poder.
“Los Ciudadanos votan, nombran a los magistrados con mando supremo, participan en las elecciones y en la votación de las leyes, pero dan lo que ha de darse aunque no quieran, y dan a quien se lo pide lo que ellos mismos no tienen; porque están apartados del mando, del gobierno público, del juicio y de poder ser elegidos, pues esto depende del abolengo y de las fortunas de las familias” (Cicerón, M.C. Sobre la República. Madrid. Gredos. 1991. I 54)
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