Male parta male diabunter.
La coherencia es un bien intangible, que por lo general no se encuentra al alcance de la mano de oportunistas, ni de chapuceros de cargos abultados. La coherencia, antes que una conducta, es un ejercicio del raciocinio, en donde uno debe tener claro un par de cosas, de ideas o de conceptos. Esa gimnasia uno la pudo haber ejercido desde chiquito, del yugo familiar, alimentada desde la educación inicial, o haberla adquirido en la abnegación del trabajo, o porque no en los preceptos de una liturgia religiosa.
Cuando nada de esto le ha sucedido a un ser humano, tal carencia se nota, se hace evidente. Es como la falta de ejercicio físico, por más que determinadas características genéticas nos predispongan a un mejor o peor físico en estado natural, si desarrollamos un transcurrir con poca actividad, al vernos en torso desnudo, seguramente las flacideces y las carnes colgantes se apoderaran de una imagen que la moda, el mercado y la salud condenan.
Cuando dirigentes o referentes políticos, esgrimen una supuesta sorpresa, indignación y una consabida condena, ante manejos que denuncian como barrabasadas inconcebibles, tendrían que pensar antes de pronunciarse en la cresta de la ira, o de la reacción pura y eminentemente emocional.
El poder, como tal, en su esencia más pura es un ejercicio permanente, y sí se ha resuelto dividirlo en tres, es en el historial de la humanidad, apenas una época, en esa época, son también hombres los que tendrán el ejercicio de la ejecución del mismo, en forma autónoma pero interrelacionada, bajo reglas del poder, también establecida por ellos mismos, o en el peor de los casos, predecesores.
En 1977, Castoriadis concedió una entrevista que fue publicada en Le nouveau politis en la que expresaba lo siguiente:
Los individuos no tienen ninguna señal para orientarse en su vida. Sus actividades carecen de significado, excepto la de ganar dinero, cuando pueden. Todo objetivo colectivo ha desaparecido, cada uno ha quedado reducido a su existencia privada llenándola con ocio prefabricado. Los medios de comunicación suministran un ejemplo fantástico de este incremento de la insignificancia. Cualquier noticia dada por la televisión ocupa 24 o 48 horas y, enseguida, debe ser reemplazada por otra para «sostener el interés del público». La propagación y la multiplicación de las imágenes aniquilan el poder de la imagen y eclipsan el significado del suceso mismo.
La democracia formal, inacabada, acotada, incierta, que nos proponen bajo el condicionante de que votemos cada cierto tiempo —como si esta aclamación de mayorías fuera realmente elegir algo—, no tiene como finalidad generar una sociedad democrática o individuos con comportamientos democráticos. La propagación de la imagen, que obtura la posibilidad del significante del suceso, se traduce en un alienante sistemático —como lo denuncia Castoriadis al acusar a los medios—, es parte de la metodología que utiliza la democracia para no ser democracia. Las campañas políticas, con sus múltiples reproducciones, bajo diferentes correas de transmisión (redes sociales, cartelería, afiches, volantes, publicidad audiovisual), no significan nada. Este es, sin duda, el período más antidemocrático.
Siempre y cuando los candidatos, no solamente no sean elegidos por voto de sus afiliado o militantes, es decir mediante el desarrollo de una democracia interna previa (tal como se denuncia como para justificar la celada, un embanderamiento, a su vez contumaz, dado que quién lo hace o impulsa no puede testimoniar con su accionar político el haber realizado en sus propios espacios o en momentos previos lo que peticiona, declama o exige) sino más que nada, no traicionen el lugar en donde están, y más aún sí en el que ocupan debe resguardar cierta integridad institucional. Esta barrabasada política, que bien podría ser entendida como un juego caprichoso e irresponsable, debe sin embargo, ser contundentemente respondida, con altura, solvencia, pero con determinación; los devaneos de desquiciados individuos pueden empezar a poner en jaque los sólidos entretejidos del corpus democrático (ver sino el caso de la Venezuela post-Chávez).
Sí uno puede tener cierta simpatía, o cierta apreciación positiva, esforzándose en creer por su puesto, ante un candidato, el período electoral no permitirá que se ofrezca una crítica constructiva, en aras de que tal cuestionamiento significaría hacerle juego al rival o ser directamente un idiota útil. Al convertir al medio en fin, la campaña electoral termina de acendrar, de galvanizar, que lo único importante es ganar, a cualquier precio y a como dé lugar.
Se espera que dentro de la alianza gobernante o del ejido institucional, tal como hiciera Marco Tulio Cicerón, le enrostre al díscolo: Quousque tandem abutere, patientia nostra? Para más luego, actuar en consecuencia.
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