El Psicólogo de Ricardo.-
Lo recuerdo como si fuese ayer, Ricardo entró a mi consultorio, por obligación, sin querer, me miro fijo a los ojos, su rostro denotaba una incomodidad manifiesta, un proverbial malestar que lo acompañó al sentarse en el diván, sobre uno de los extremos, con la mitad del cuerpo afuera, manifestando que deseaba irse lo antes posible en una decodificación de su habla corporal.
Levantó una de sus cejas, sus ojos cobraban gran expresividad dado que su incipiente obesidad transformaba la totalidad de su cuerpo en una suerte de tonel desfondado.
¡Que estás queriendo vos!. Me espetó, en un tono firme, contundente pero cansino.
Escucharte, le respondí, tal como me hubieron de enseñar en los primeros años de facultad.
Y ya te dije ya, yo vengo acá por un solo tema, no puedo ser abuelo. Al terminar de expresar esta frase, reprimió una gestualidad muy particular, con su puño derecho iba a dar un golpe a una mesa imaginaria, un segundo después aborto el golpe al darse cuenta que no tenía mesa frente de sí.
¿Te acordas la metáfora de la democracia Ricardo? Pregunté, recordando nuevamente mis años de formación, “Es necesario que la Cosa se pierda para ser representada”, nos aleccionaban de acuerdo a los postulados de Jacques Lacan y esto era lo que debía hacer con este paciente.
Contame de vuelta a ver el tema esa, somos sujetos de derecho y obligaciones, cumplí tu palabra vos y conta, que yo cumplí la mía al venir acá. De tal forma Ricardo, cedió a escuchar lo que a continuación le diría.
La política, o los políticos en campaña electoral se muestran ante el electorado como si fuesen la elite, selecta por algún dictador celestial, que obra como figura patriarcal, como también matriarcal, que resolverá todos y cada uno de los problemas de la sociedad en general como de los integrantes en particular. Los tiempos previos a la votación exacerban esta familiaridad con el elector, lo hipostasian hasta un “delirium tremen”, en donde se sacan fotos con quiénes les estrechan la mano, visitan lugares que nunca han ido y que nunca irían en ninguna otra circunstancia, se reproducen infinitesimalmente, por las diversas plataformas mediáticas, como virtuales y reales (afiches, pintadas, pancartas) a los únicos efectos de galvanizar ese supuesto vínculo de familiaridad, de pertenencia, de sedimentarlo y blindarlo. Lo siniestro ocurre tiempo después, cuando el político, mediante ese voto de confianza que se traduce en voto real, accede al escaño, al manejo de la administración o espacio de representación. Aquella plataforma o manifiesto de propuesta arde en la llama crepitante de lo incumplido, de lo que tan sólo existió para el momento determinado de convencer circunstancialmente y que por esa propia lógica se erige, se manifiesta contundentemente en lo siniestro.
El lobo sale de su disfraz para comerse a caperucita. El patito feo se da cuenta de su fealdad, cuando los que lo creían familiar, lo evidencian en lo horroroso de un plumaje desconocido. El rey está desnudo y la siniestralidad de la mentira, se evidencia, cuando una voz inesperada, irrumpe en el lazo ficticio entre el mandante y los mandados, que hasta entonces era mucho más evidente y palpable que el mismo sentido de la vista.
Las democracias occidentales padecen de este mal de la política siniestra con los síntomas arriba señalados, una enfermedad crónica sin cura posible, pero con tratamiento permanente, para mitigar el desgarramiento que produce, cuando ocurre el cisma, el desdoble, el momento culmine cuando el carro se transforma en calabaza.
Poner en palabras este dolor, tal como lo dispone esencialmente el psicoanálisis para los casos particulares, es en cierta medida lo que realiza la comunidad, mediante sus expresiones, siempre mucho más radicalizadas como incontables, desde la perspectiva verbal, mediatizada por sistemas de comunicación tradicionales como modernos. El hombre común, o el ciudadano de a pie, profiriendo improperios contra la política o sus políticos en la mesa de un bar, o en el banco de una plaza, es la imagen por antonomasia de lo que significa la legitimidad política en nuestros actuales sistemas representativos.
La huida que transformamos en representación, la no aceptación del mundo tal cual es, nos posibilita la construcción, el regreso, como alucinatorio, de lo ocluido, del rechazo excluyente; nos damos una forclusión, en la que habitamos, psicótica como plácidamente.
La forclusión se constituye en política, cuando a la representación ontológica o existencial en la que decidimos habitar, la volvemos a representar, o la sobre-representamos, llamándonos ciudadanos y habilitados a elegir, a un séquito que nos gobierne, o que tome las decisiones colectivas.
Vendría a ser algo así como, no conformes con inventar las líneas rectas y sobreimprimirlas en la naturaleza, tatuárnosla en nuestra cognición, a lo trazado, construcciones, números, contabilidad y acumulación, lo hacemos aún más recto, más ficticio, más cerrado, mas monocorde, artificial, hipostasiado en su representación, forcluido, psicótico.
La resultante es la democracia, apocada, abrevada, anestesiada, aterida, que reacciona bajo estertores, regurgitando, sintomáticamente, a sus representantes (el circuito de la representatividad se cierra aquí, habiéndose iniciado con una representación ontológica, que luego sigue a una sobre-representación política y finaliza en los representantes que nos devuelve la representación, como sistema, construido) a los que cada cierto tiempo, los creemos más lejanos de lo que en verdad están de lo que somos.
Ricardo se largó a llorar abruptamente…
Vamos a interrumpir acá y seguiremos en la próxima sesión, lo consolé.
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