Una gran oportunidad.
En el campo, en la arena, en la barriada, en los bolsones de pobreza y de marginalidad, como en los sectores de clase media y los guetos de los más pudientes, se tiene que sostener, no tanto la noción en abstracto, o colectiva de la política, sino más bien, la mano de obra que la lleva a cabo, apuntar al quién, antes que al que, o al cómo. Por trazar un camino metodológico; de lo múltiple a lo uno. Deben ser decena de miles los que hacen política en el país, como millones en el mundo, y para ello necesitaremos, decirle, comunicarle, comentarle al resto de la ciudadanía que hace que estemos referenciados, consustanciados o empatizados con tal o cuál líder que se proponga como tal.
Como dijimos, esto significa una apuesta por lo democrático, con todas sus falencias, pero sin que ello signifique una renuncia a criticarla para mejor, sino simplemente, no contribuir, con la indiferencia hacia lo público, bajo la excelente argucia del hartazgo o cansancio moral que nos producen las mentiras y vejaciones que de ella emana, antes que acompañar la pulverización de lo democrático, estamos contribuyendo, tal vez a una de sus últimas oportunidades, para su rescate, porque no, para su salvación de quiénes, sin darse cuenta, la vienen sometiendo a una larga, lenta y letal agonía.
Dijimos que nos íbamos a concentrar en quiénes y de eso se trata este documento. Consideramos que desde la reinstauración de la democracia se han atravesado por tres olas, momentos o circunstancias dirigenciales, en los que se han preponderado determinadas características de los oportunos protagonistas, dentro de sus respectivos contextos. En un primer momento todos aquellos sobrevivientes de la dictadura, fueron quiénes, indiscutiblemente, se apropiaron, casi con naturalidad y correspondencia histórica, de la representatividad de lo democrático. Divididos tanto en partidos, como en los roles que habían desempeñado en los años de plomo, tal generación gobernó (en el sentido lato del término, tanto la oficialidad como la oposición, gobernó la representación) la década de los `80 con beneficio de inventario. En la década siguiente el sentido estético, con mayor preminencia, que el sentido ético, se apoderó de esa representatividad que podía ofrecer la democracia, con sus mejores hombres, o en tal caso, los que mejor se mostraran, vendiéndose como buenos (esta era la estética que la sociedad requería, pues había divido, como las religiones, a sus posibles representantes entre buenos y malos y ni siquiera les exigiría testimonio en la acción, sino que se declararan buenos o que dijeran que lucharían por tal bonhomía colectiva, mostrándose de tal manera) independientemente de los espacios políticos que se plantearan representar, el gobierno de la representación se acendro en esta lógica, sin que importara el resultado obvio y previsible que generaría. Producto de esto mismo, de este arrastre petulante, de una debacle pronunciada, y ante una sonora amenaza de quiebre, los gobernantes de la representatividad, echaron mano a intentos desesperados, por no terminar huyendo de la potestad, que el pueblo en las calles, por primera vez a gritos, les recordaba que no les pertenecía ni en grado exclusivo, ni en condición sagrada, sino como préstamo, de un contrato que consideraban expirado, por claro incumplimiento de una de sus partes.
Arribamos al último período, de la lógica de los gobernantes de la representación, que como principio del fin, como último coletazo, nos sigue proponiendo como cálculo aritmético, una dirigencia hiperkinética, en un hacer desquiciante, irrefrenable y alocado, que gira sobre su propio eje, como un lavarropa en un centrifugar sempiterno, o como un hámster en una recorrida, sin final, a su rueda, sin saber, o pleno de felicidad en ese desconocimiento, que nunca abonando su sitio de salida o siquiera avanzo un solo paso.
Ya no tenemos que pagar a héroes o mártires de la dictadura. Es más, ya es tiempo que la memoria le otorgue el lugar, a tal triste proceso, que le corresponde en nuestra larga y rica historia. Hemos aprendido que todos los que hacen política, irán por el bien y que partiendo del presupuesto que somos todos buenos por naturaleza, más allá de la religión que profesemos o con quién o cuantas veces nos casemos, no podemos atenernos a que lo más importante sea cómo lo diga, o que la codificación se traduzca en que nos resulte más o menos agradable. Creemos que estamos aprendiendo que no necesitamos de la fama, de la popularidad, del minuto de televisión o las horas de radio, las millones de selfies, las recorridas por los barrios, y toda la parafernalia de los que hacen sin pensar, por el sólo hecho de seguir entronizados en el poder de la representatividad. No tenemos que tener nada en contra de quienes vienen de otros ámbitos, en donde la popularidad taquilla o paga, al contrario, los espacios deben seguir ampliándose, pero no en nombre de esa amplitud, se puede seguir sosteniendo la “famocracia” en donde ya sabemos que falsamente se pensó que ese conocimiento o candor popular se traduciría en excelentes pasos políticos.
Es hora de que la política, sea ejercida, o al menos se dé prevalencia o preponderancia, a quiénes se han preparado, mental, intelectual, cultural y espiritualmente, para ello. No se necesitan ni exámenes, ni pruebas, ni grandilocuentes discursos, ni rimbombantes declaraciones o manifestaciones. Es sólo una cuestión de darles la posibilidad, de visibilizarlos, de entender incluso que lo único peligroso a lo que podríamos enfrentar, es que sigan afuera o en un nivel no protagónico, que la hora democrática se lo demanda, casi imperiosamente, como un salvoconducto, para esta gran oportunidad de contar en nuestro sistema político institucional, con quiénes se consagraron, en cuerpo y alma, a su conocimiento, indagación y crítica, para mejorarlo en grado sumo, con el testimonio de sus propias vidas y obras.
Por Francisco Tomás González Cabañas.-
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