15 de septiembre de 2015

Necesitamos reformular la dosis de Poder Suave (soft power) que le inoculamos a la sociedad.

El concepto proviene de la ciencia política, de Joshep Nye (académico y colaborador de Carter, en tal lugar funciona bastante bien que los intelectuales trabajen coordinadamente, es decir le abren las puertas sin ponerle obstáculos, con los políticos) que sintéticamente se define por conseguir lo que se quiere mediante la cooptación por la atracción que ejercen la cultura, los valores más que por la coacción o el soborno. Algo así como que la guerra fría termino de prevalecer la caja feliz en el restorán y los personajes de Disney, por sobre el acopio de armas en las fuerzas militarizadas. De un tiempo a esta parte que en nuestra aldea, la clase política nos presenta al deportista, al cantante y al profesional prestigioso, como las caras visibles de la renovación y la representatividad democrática. Ya es hora que vayan buscando otros perfiles, no se trata de nombres, de hombres ni de partidos, sino de una necesidad social, de fortalecer lo democrático, se le debe generar la expectativa, sostenida, al tipo que aún no se le dio casa y apenas llega a fin de mes, que no sólo con la guitarra, o siendo notable en el deporte, o habiendo pasado por la facultad, se puede ser “político” o estar en lo institucional, podrían probar con la cultura o la intelectualidad por ejemplo.

En tiempos electorales uno de los mayores desafíos que enfrenta una institucionalidad democrática en ciernes, es que a todos y cada uno de los ciudadanos le sea respetada su opinión política independientemente si trabaja o no en relación de dependencia en algún sector del estado. Esto es ser pura y claramente democrático, que se le sostenga a quién quiera expresar su opinión política, la posibilidad de que lo manifieste sin temor a sanciones ni represalias institucionales.

Es hora que la partidocracia local, que la clase política, reconozca a quiénes han prevalecido sosteniendo su independencia. Es necesaria y urgente, algún tipo de valoración a los tipos que no estuvieron cebándole el mate al jefe del partido de turno. Estos ya han cobrado en demasía y eso genera, ha generado durante años, todo un entramado, es decir un mensaje debajo de las esferas sociales. Entonces al legislador, intendente o gobernante, se le acercan a diario, ejércitos de tipos que lo único que quieren es cebarle mate, estar en el secretariado, y eso no es responsabilidad del “gente” sino de años de que la política como clase, distingue, apoya y promueve a los cebadores, a los seguidores, a los que la única virtud que tienen para demostrar es su “virtud” (pongámosle o cedamos en el concepto), sin desmerecerlos o eliminarlos (de hecho son necesarios), deben dar cuenta nuestros mandantes, de que es necesario, poner otra vara, que no sea el éxito personal (nada más noventoso que esto, ahora que ni la derecha ha sido noventosa…) la guitarra, el carnaval, el chiste, el doctor del pueblo, esos categoriales, ya han sido usados hasta el hartazgo en estos últimos años, y sobreabundar en los mismos categoriales sólo hará que se banalice el planteo y termine de perder sentido (es decir sí en una elección, mañana, 20 chamameceros son candidatos, o 20 conductores de radio, o 20 jugadores de rugby, pues se pierde el efecto “novedoso, oxigenador y creativo” de la propuesta ) no es tan difícil que se agregue un perfil, se cambie o modifique. Sobre todo para que el mensaje drene hacia abajo. Entonces al tipo que va al despacho oficial a pedir, por el pedido mismo, se le dice que el que llego, al menos, leyó o escribió un par de libros, de tal manera se lo impele, a que se forme, a que genere, de lo contrario, sucede como narramos, se alienta al sostenimiento de tipos, que quieren ser el número 103 del secretario o cebador del fulano, porque sabe que el designado en el lugar que el pretende, institucional o promovido por lo político, arribo al mismo por su única cualidad de cebador leal, para lo que no se requiere una preparación que demande, tiempo, esfuerzo, ni mucho sacrificio y tampoco forma ciudadanía, sino en todo caso, holgazanería y de allí a vivir de un plan un paso (teléfono para el gobernador, que habla de esto pero no llega a este fondo de la cuestión.

 

 

Como diría Martín Hopenhayn en Después del Nihilismo: La modernidad, con sus vientos de democracia y pluralismo, disocia el valor de la singularidad de su sesgo aristocratizante (y esto pese al propio Nietzsche). No se trata de reservarle a una elite el derecho o el poder de la diferenciación, sino de plantear la diferencia como minoritaria y plural por naturaleza, pues para afirmarse tiene necesariamente que desandar cualquier precepto canonizado de liberación y admitir la multiplicidad de perspectivas. Que sea minoritaria no le da rango de excluyente sino todo lo contrario: pone el acento de la tolerancia ante aquello que no participa de las valoraciones dominantes. Una de las conquistas más reivindicadas por el proyecto de secularización ha sido precisamente la apertura a la disidencia y la excentricidad. En ese marco adquiere sentido la figura  del señor en Nietzsche, como una voluntad que tiene la libertad interior para afirmarse pese a ser distinta, o para convertir ese pese (o pathos) en motivo de afirmación.

Transgredir el cerco del rebaño desgarra, y es un modo de morir. Pese a su costo, Nietzsche resuelve llevar esta “pulsión” liberadora que el mismo reconoce en el movimiento de secularización moderna, al enclave irreductible de la singularidad. Para ello emprende una contorsión paradójica. De una parte recupera la historia, por cuanto alii se aloja el impulso secularizador moderno que motiva la crítica exhausta de los valores. Pero en tanto movimiento de individuación se sacude la historia. No es casual que Nietzsche quiera encarnar la figura del inactual o intempestivo. “¿Cuál es, pregunta, la primera y última exigencia de un filósofo ante sí mismo? Vencer su tiempo dentro de sí, devenir ´inactual´. ¿Contra qué debe emprender su combate más duro? Contra aquello que lo convierte precisamente en hijo de su tiempo.”  (Martín Hopenhayn en Después del Nihilismo)   


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