Incesantes búsquedas de razones para entender las sinrazones del fenómeno humano
El mayor fastidio del ser humano es el de sentir a ciencia cierta la incertidumbre en la que hemos sido arrojados a la existencia, de allí que seamos animales prestos a la lucubración de estrategias, técnicas o caminos, para dotar nuestros pasos por este mundo de un sinfín de sucesos a los cuáles le inventamos y nos inventamos con ello un sentido.
El menoscabo lo volvemos a sentir, cuando el mundo exterior nos devuelve una acción posible, pero inesperada, inimaginable que nos posiciona en ese torrente del sinsentido que nos genera angustia, más allá del dolor que podamos tener, ante casos como, muerte de bebes o niños, o violaciones y asesinatos de jóvenes mujeres.
El camino más directo, del cual nos servimos todos, es el de demonizar al victimario, echarle culpas a las fallas del sistema, o los fallidos ejecutores del mismo.
Como siempre, nuestra búsqueda nos lleva a otro lugar, en donde la explicación es otra, diferente, no por ello, más o menos convincente que la tradicional y trillada.
La literatura, se ha encargado, como de todos los grandes temas de la humanidad, de indagar acerca de “homicidas” ficticios que se transformaron en tales por cuestiones que iban un poco más allá de la locura obvia y desbordante o de la participación de una imagen demoníaca que haya intercedido en la acción de un hombre de carne y hueso.
En los anales de la humanidad, han quedado personajes como “Raskolnikov” de Crimen y Castigo del escritor Ruso Fiodor Dostoyesky.
No debemos ir muy lejos ni en la geografía ni en el tiempo, tenemos en Corrientes, al escritor Francisco Tomás González Cabañas, en su nóvela “El Hijo del Pecado” destaca en el siguiente pasaje la desventura de un personaje suyo que perpetra un impensado crimen.
“La idea se asesinar me seducía bastante, pero el peso de la culpa, de la hermandad, de la responsabilidad y del destino, causaban estragos en la posible realización de la idea. Pese a que habitualmente solía jactarme de ser capaz de despojar todo elemento moral de mis pensamientos, el acto distaba mucho de ser ejecutado a corto plazo.
Con la fiel compañía del cigarrillo, tuve la ligera sensación de que la vida comenzaba a esfumarse, de que escapaba a mis decisiones, dejándose llevar por la furia de las concatenadas circunstancias. Quizá, a tal efecto de causa consecuencia, algunos lo llamaban destino, impregnado de una finalidad buena, justa o bella. En mi caso, los acontecimientos, que mi existencia delineaba en forma terminante parecían conducirme al estiércol del delito y la marginalidad.
La imagen de mis padres y amigos, en forma intempestiva, se me había hecho presente. En la distancia, ellos vivían bajo sus ojos una vida que creían mía. La de un muchacho preocupado por las diferentes concepciones ontológicas, ambicionando una cátedra en alguna importante universidad. Ignorando en forma fehaciente no solo la realidad del joven, no imaginando, además, la posibilidad que se había transformado en un acto consumado, la del estrepitoso fracaso. Las vueltas de la vida me dije. Pues en su momento yo jamás alcancé a comprender a un padre y una madre, unidos por el espanto, a amigos aferrados a vanas ilusiones; precisamente cuando ellos podrían mostrarse imposibilitados de comprender las vicisitudes de mi existencia, yo alcanzaba a entender que en definitiva el diablo no era tan malo y que Dios no era tan bondadoso, y con ello, que mis seres queridos hubieron de actuar bajo lo que en su momento consideraron lo más valioso.
Camino al hotel logré convencerme de que debía encontrar algún motivo, por más ridículo que fuere, como para justificar la cobardía de no quitarme la vida.
Había despertado con el peso propio de haber dormido mucho. Mi cabeza latía con claro ritmo y mis ojos me entregaban difusos colores. Con la boca reseca y con los compases de los sonidos de mi estómago, no dudé en encender un cigarrillo, como para contribuir con el lamentable estado de mi organismo. Y en el mundo en conclusión todos sueñan lo que son, afirmé ante el espejo, señalando luego lo no dicho por Calderón de la Barca. Algunos viven lo dulce de los sueños, otros soportan lo escatológico de las pesadillas. Al observar el reloj, hube de tomar conciencia de que había dormido, día y medio, treinta y seis horas, miles de minutos, momentos en los cuales el tiempo hubo de detenerse solo para mí, pues al observar tras la ventana, el sonido, las luces y el pestilente hedor de la sociedad, tuve la seguridad de que todo seguía transcurriendo, como si el ser humano fuera merecedor de tantas oportunidades. El espanto se había apoderado de mi rostro y como uno más entre tantos, me veía en la obligación de perseguir alguna, ridícula como toda oportunidad. El placer de la lectura y el paseo por los campos de la escritura habían caído, hace un tiempo considerable, en desgracia. Otrora islas rebosantes de bondades espirituales, devenidas en tormentosas ciénagas, no hacían más que recordarme uno de los tantos fracasos, en los que en mis jóvenes y vertiginosos años, había incurrido.
Los tenues rayos del sol, con vergüenza, penetraban las hendijas de las persianas. El aroma viciado de la pequeña pieza, señalaban, que pese a todo, la naturaleza volvía a abrirse de piernas, como para que la humanidad con sarcástica risa, la volviera a penetrar y humillar hasta el hartazgo. La comunidad ilimitada de comunicación, con velocidad inusitada, envolvía con pérfida maestría a un mundo, que segundo a segundo olvidaba los acontecimientos esenciales y en cambio señalaba la importancia radical de la información, de la comunicación sin fronteras y de la diversidad de bienes materiales. La multiplicidad, tanto de acciones como de pensamientos desterraba el espacio a la generalización y con ello a la abstracción y al pensamiento. Momento de situaciones mosaicos, en donde el tiempo retomaba validez en el desesperado y voraz consumo de información y en donde la crítica y la reflexión no tenían cabida alguna en las tierras de la televisión, Internet, periódicos y revistas. Toda conclusión caía en el arbitrario concepto relativo de aceptar los diferentes puntos de vista, forjados por una escala en la cual la idea más exitosa imperaba por una cuestión de imagen y de belleza estética que de argumentos y sabiduría, el mundo construí sus necesidades y premiaba a las más afines con sus vacuos ideales, llevándolas al éxito del reconocimiento, de la fama y el glamour. Pero también castigaba a sus potenciales críticos, haciéndoles casi imposible el camino de la rebeldía para luego transformarlos en alienados patológicos, marginales metafísicos o parias desdichados.
Cansado de tanta verdad, que en aquel momento, fluía pese a una pusilánime vida, me convencí que lo único que podía llegar a tener sentido era el encuentro con los negros marroquíes del cabaré. Cerré la ventana con pesar y volví a entregarme a mi sudario. Ya todo a pasado, la enérgica sensación de vivir a optado por ausentarse de mi ser, por un vano y absurdo temor al dolor aún continuo tras el presidio colosal de la vida. Nadie entiende ya, que nada deseo de este tortuoso arbitrio de existir, las esperanzas se han dilapidado, fugaz y solemnes han partido a sitio desconocido. Queda mi cuerpo, desparpajo grotesco que me iguala a un sinfín de existentes, que poseen y ocultan como tesoro más preciado un aferrarse a esta escabrosa tierra, la cuál tanto aborrezco por motivos varios.
Seguramente alguna vana razón mi cuerpo encontrará para seguir de pie, continuo vejando mi espíritu, traicionando mi razón y negando mi esencia. Eternamente sentiré esta sensación que parece formar parte de mí y que niega a alejarse y me convence de ser la única verdad de esta maldita existencia.
Las fuerzas regresan, con traidores pasos se aproximan, resuenan con vehemencia en las profundidades de la oscuridad, en las cimas de la temerosas montañas, en el fatuo fuego incandescente de las brasas del sol, en las entrañas mismas de mi cerebro que cegado por tanta defraudación, aún, y con un gran absurdo a cuestas, implora por una esperanza, ridícula, vana, superficial, pero esperanza al fin. Asesinar al primer transeúnte con cara simpática, violar a la niña de rostro más rozagante, arrojarme desde el vacío, eran las acciones con mayores justificaciones que podía llegar a realizar. Carentes absolutas de sentido, por tal condición bellas, majestuosas y sublimes, pues el mundo de las significaciones y de la lógica racional del hombre, se pierden en el inmenso océano de la nada, cuando uno siente que todo esta viciado por lo mezquino del interés, aromatizado por el hedor nauseabundo del materialismo, corroído por las ceras de la mediocridad, bañadas por las aguas de la envidia y el rencor, petrificadas por la gélida ventisca de la ambición desmedida, y santificadas por la máscara pedante, enferma y perversa de una hipocresía, macabra, pérfida y espeluznante.
Pero a la vida se la critica porque existe, la misma nos puede parecer despreciable, sin embargo, es una presencia ineluctable, un campo en primavera, una playa al amanecer, un pájaro de libre vuelo, una flor saliendo del capullo, imágenes implacables de que vivir es tan trágico, porque tras sí acumula un misterioso caudal de inabordable belleza. Y todos los que critican con obsesión la condición de vida se esfuerzan en realidad en encontrar una mayor perfección, dentro de lo eterno y maravillosamente bello. Me convencí de tal cosa, cuando hube de ver el estrellado cielo madrileño, el cuál cobijaba a millares de seres, que atiborrados de esperanzas y de obstinada fe, emprendían con hidalguía la marcha de un nuevo día. Pese a los padecimientos de toda índole, a sufrimientos inclasificables y a interminables traiciones, anónimos rostros llevaban como estandarte una sonrisa, lucían con esmero un porte ejemplar y caminaban con la frente bien alta en busca de una posible felicidad, merecida, real y alcanzable.
Bajé apresuradamente a la calle, en busca de una suave brizna que pueda llegar a renovarme, a despejarme de tanto sufrimiento y en definitiva de invitarme al concierto elegante de la felicidad, al carnaval de la risa, al baile exultante y paradisíaco, a la fiesta eterna de la vida. Nada es tan hermoso, nada es tan valioso como una dicha plena, como un paseo en la niebla, como una canción acompañada por una caricia, como una mano amiga, como un abrazo sentido, como un trago compartido, como un sueño realizado y como un error asumido, Nada es comparable a los acordes de la satisfacción, al verso poético de la vida, al puerto adecuado que una nave en la marea encuentra. Voluntad, amor, deseo, hombre, palabras y sentimientos que al conjugarse logran la alquimia única, el elixir de las hadas, el sombrero de los duendes, la sonrisa de los ángeles y que gracias a ella, uno pese a todo puede volver a levantarse, regresar de las tumbas y resucitar, como para andar por los caminos rebosantes de esperanza y bondad.
Ingresé a un bar, cercano a la gran vía, tomé el periódico y comencé a creer que aún podía reconciliarme con la vida, es decir, a subsanar un error, a pagar mis deudas causadas por la ambición desmedida y por caprichos adolescentes. El simple gusto de una magra carne, ingresaba a mi paladar, se convertía en uno de los símbolos del radical cambio que consistía básicamente en aprovechar de cada situación el lado más positivo y con ello el disfrutar al máximo todo tipo de acontecimientos. Me puse a pensar en las personas que aguardaban la vigilia de la muerte en una cama de hospital, en esos blancos pasillos que huelen a formol, en esos médicos que con el discurso armado comunican a los parientes que la vida del paciente esta en las manos de dios, en lo indigentes que todas las noches, en un sinnúmero de calles, hurgan en las bolsas de residuos en busca de un alimento en cualquier estado que pueda llegar a llenar esos estómagos vacíos, en esos jóvenes niños abusados y explotados que deben ocultar sus lágrimas pues de tanto dolor ya llegan a no sentir más, en esos ancianos que no sólo deben superar la angustia de la vejez si no que, además deben lidiar con la soledad y la indiferencia, en esos presidiarios que segundo a segundo se mantienen atentos por los peligros más inhumanos a los que están expuestos, en esos seres discriminados por su condición social, su color de piel, su culto religioso o su imagen estética. Nada de esto me sucedía y, sin embargo, había llegado a límites inimaginables con mi depresión nihilista. Si bien es cierto que otras personas padecían estos martirios, yo no podía hacerme cargo de ellos, pues pertenecían a la perversidad natural del hombre, a la eterna constitución sectaria de todas las sociedades habidas y por haber. Y, por tanto, al ser tan inherentes a la condición del hombre había que aceptarlas como tales y no hacerse demasiados problemas, pues de lo contrario el mundo acabaría con uno.
Las mafias no están tan equivocadas, me dije mientras encendía con beneplácito un cigarrillo. De última ellos apadrinan a un cierto número de personas, establecen un código de acción, y se involucran en los manejos sociales, verdad es que adhieren a actos un tanto sanguinarios y que por lo general no conocen de leyes, pero esto es anecdótico, lo importante es que entienden que la sociedades se manejan por intermedio de grupos, de factores y de organizaciones, por tanto en comunidad hacen lo que hacen por el bien de la agrupación, sin medir medios o sin pruritos morales. La justicia, los empresarios y la sociedad general, pueden acusar a estos de vándalos, de asesinos, pero los mismos que acusan también se manejan con prácticas similares, sin tanta sangre, con mayor afección a la ley, pero todo en definitiva es una disputa de intereses entre grupos conformados, pues el derecho, los estados, las instituciones, se amoldan a las necesidades de quienes detentan en su momento el poder. Las mafias quizá generan mayor mística y liberen mayor adrenalina, por ello sus actos son más grandilocuentes y cinematográficos, por ende requieren de mayor producción y vuelo artístico. Está última frase la esbocé tras una risa que llamó la atención del camarero, al cuál le tuve que pedir un postre para apañar el pequeño papelón. A las frutillas con crema, la acompañaban los cantos acompasados, que provenían del televisor empotrado en la pared del bar. Oye argentino y que música se escucha en tu país, imagine que tal pregunta salía de los carnosos labios de la rubia de la mesa de la a lado, que con su ajustada pollera blanca lograba la tensión de mi miembro, de todas maneras el ficticio interrogante me sirvió como para sumergirme en uno de mis tantos soliloquios, esta vez sin pesimismo como epicentro.
El vértigo y la fantasía de conducir un automóvil a 200 kilómetros, girando curvas estrechas y superando rivales, con la tensión permanente en las manos, depositadas en el volante, con los sentidos abiertos y expectantes ante cualquier situación imprevista, me llevaban a un éxtasis surcado por la intensidad y la fugacidad. Pues luego de cortos minutos, el juego acaba y con ello se iniciaba, un agolpado ingreso a la realidad, donde adolescentes quemaban sus sueños, por el humo de la marihuana, y despilfarraban sus rebeldes energías en máquinas virtuales, que como esponjas parecían alimentarse, a gusto, de tanta pulsión de vida. Igual, no es mi problema, me dije mientras con mi encendedor otorgaba cómplicemente fuego a una niña de 12 años, como para que encendiera un cigarro, de vaya uno a saber que contenido extraño.
Mi sueño se vio interrumpido a eso de las cuatro de la mañana, cuando un fuerte dolor de muelas arremetía contra mi cuerpo entero. Pues vertía lágrimas de dolor, que mi pómulo derecho me las arrancaba sin contemplación. Sin obra social alguna, sin conocer médico alguno, y menos odontólogos, sin familiares, amigos o novia que pudieran sosegarme ante tanta desesperación, tomé la totalidad de mis pesetas y partí en busca de alguna solución. Desamparado por una Madrid dormida y atolondrado por un dolor inaguantable, pensé en arrojarme bajo las ruedas de algún automóvil, pero el instinto de conservación hubo de ser más fuerte y luego de un cierto tiempo me encontraba en un hospital municipal. Una larga cola de menesterosos me antecedía, muchas imágenes naufragaban en mi mente, desde el joven correntino, hijo de un poderoso político, incapaz de padecer tal experiencia hasta los tiernos abrazos con mi amada Maruja, pasando por las salidas con mis amigos y mis refutaciones a profesores universitarios. Momentos de mi pasado, no tan lejano, que parecía imposible que me hubieran conducido a tan nefasto presente, no tanto por el hecho del dolor, sino más bien por la desprotección, por la grandilocuente ausencia de mínimas condiciones de seguridad, por la sensación de ser un paria, un refugiado una persona carente de todo y devenida en un simple número, útil nada más que para macro estadísticas demográficas.
Tuve que tomar al agente de seguridad por las solapas, y bajo amenaza obligarlo a que me consiguiese un dentista. Mi transfigurado rostro demostraba tanto sufrimiento, que el exabrupto de mi petición, fue concedido, no tanto por yo generarles temor, sino más bien un profundo sentimiento de lástima.
Un inexperto profesional, desbordado por la obesidad y con una mirada pérdida, luego de revisarme me comunico que debían realizarme una microcirugía, pues el tercer molar no poseía espacio como para desarrollarse y, por tanto, las encías se abrían con facilidad, provocándome el dolor tan poco deseado.
Me aplicaron una inyección, como para prevenir los efectos de la anestesia y luego me cubrieron el rostro con una manta que olía a formol. Pasé mas de una hora y media sintiendo como me serruchaban el maxilar, con la sensación permanente de desmayarme y con un sobredimensionado temor. Luego de los puntos de sutura, me obligaron a abandonar el lugar, en tal momento no podía precisar que partes de mi ser me mortificaban con mayor fuerza, de todos modos llegué a mi cuarto con una profunda desdicha, ni siquiera el tiempo lograba sacarme de tanto malhumor, las ventanas mojadas, y el relampagueante y gris cielo sentenciaban que llovía tristemente en Madrid.
Intenté dormir el resto de la jornada, pero molestias varias me impedían tal cometido. Mi estómago aullaba en forma espantosa del hambre, la ansiedad y el nerviosismo no encontraban el acostumbrado sosiego del cigarrillo y mi nihilismo recalcitrante regresaba con inaudita y solemne fuerza. Ningún idiota me llama, pensé mientras mis ojos inyectados en sangre contemplaban el acopiado ritmo de la ciudad. Por cansancio espiritual logré conciliar el sueño y con ello prolongar el tortuoso corolario de mi existencia. El teléfono me indicaba que guardaba un mensaje nuevo, lo cuál me motivo a levantarme. Era un mensaje de Maurus, el marroquí, quien con su monocorde voz me citaba para un encuentro en Piélagos, el cabaré. Automáticamente se me hicieron presentes mis ideas más libertarias, mis deseo mas alocados, fueron liberándose las imágenes de mi enemigos más odiados, y dentro de ellos estaban hasta mis supuestos seres amados. Pues la batalla no era contra personas en particular, contra instituciones o contra ideologías, simplemente era un enfrentamiento, titánico, quijotesco y pírrico contra la condición de ser humano.
El mensaje del africano me insufló de nuevos aires y gracias a ello pude soportar el tiempo prolongado de recuperación, dado que poseía un objetivo inclaudicable e irrenunciable, arremeter contra todo tipo de vestigio humano que aspire a una suerte de mejora, de superación o de optimismo. Prendí el primer cigarrillo, luego de la operación, y con una sonrisa de lado a lado me convencí que mi enfrentamiento abierto con el mundo no tenía retorno, que tal actitud me acompañaría hasta mis últimos días y que jamás pensaría en una tregua o en algo semejante, pues ya había otorgado muchas oportunidades para que la vida me mostrara el otro rostro, y lo único que conseguía era mayor dolor, nada podía convencerme de lo contrario. Antes de salir a la calle tomé un marcador negro y con góticas palabras escribí en mi placard, sólo la historia dirá cuán acertado me encuentro.
El 14 de julio, en la taberna Piélagos, junto a Maurus y Albert, los inmigrantes marroquíes, a las ocho y cuarto de la noche y habiendo pedido tres whiskys dobles, planeamos el gran robo. Maurus un esbelto y fornido negro de grandes ojos verdes que ofrecían una impactante mirada, era el del dato. El empresario Catalán José Luis de la Cerna, junto a su familia, partirían de su residencia, para pasar unos días en Mallorca. La casa, ubicada en un lujoso barrio, cobijaría a una pareja de ancianos que oficiarían de cuidadores. A las once y media, la guardia policial cambiaba de turno, veinte minutos más tarde el autoservicio de enfrente cerraría sus puertas. En el ínterin, Albert, bajo y de largos cabellos trenzados tocaría el timbre de la residencia, vestido con la ropa de un empleado del negocio y con la excusa de que debía entregar un pedido antes del cierre.
Yo ingresaría luego, como para maniatar a los viejos, permitiendo a mis compañeros, ya que Maurus aguardaría afuera para percatarse de cualquier situación imprevista, tomar los objetos de valor y el dinero disponible.
Entonces tu té quedas con el efectivo y nosotros con los objetos de valor. Inquirió Albert, quien ante mi aprobación dio una señal como para que comenzáramos a prepararnos. Observé el reloj y avancé hacia el baño, en donde dentro tomé de mi bolsillo un pequeño papel tornasolado, como para aspirar unos gramos de cocaína. Al regresar, los marroquíes se levantaron, pagaron la cuenta y tomamos un auto de alquiler. Paramos quince cuadras antes de la plaza, próxima a la vivienda a asaltar. Al bajar nos deseamos suerte y cada uno se ubico en sus respectivos lugares.
Una ligera sensación de frío me recorría el cuerpo, encendí un cigarro de marihuana como para atemperar los efectos del narcótico ingerido y tomé asiento en un amplio montículo de tierra. Al ver ingresar a Albert, mis piernas empezaron a temblar, mis manos se pusieron excesivamente rígidas y el ritmo de mi respiración se acelero en forma vertiginosa. Pese a tal respuesta orgánica, pude mantener la concentración y contar los debidos sesenta segundos. Una vez finalizada la labor salí corriendo, casi sin contenerme, en dirección a la puerta.
El marroquí, empuñando una considerable arma de fuego, amenazaba a los ancianos, quienes se veían al borde del desmayo. Con ira e intempestivo odio, golpeé con mis puños primero al viejo, quien al caer en forma inmediata recibió la asistencia de la mujer, no dudé, entonces a asestarle un terrible puntapié en las costillas a la anciana, quien emitió una suerte de quejido. En esos segundos un sinfín de imágenes rodaba en mi cabeza, desde rostros conocidos, lugares hermosos, hasta dioses, animales y cucarachas. Estas fueron las que más me quedaron, pues eran muchísimas y parecían salir desde todos los orificios.
¡Animal!. El grito lanzado por Albert me sobresaltó de tal manera que hasta dos horas más tarde no pude verter palabra alguna.
Aun no hay comentarios, sé el primero en escribir uno!