Jueves 28 de Marzo de 2024

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  • 20º

27 de noviembre de 2021

Los años peluuuuuudos

Autobiografía caníbal de la última década de alguien sin interés alguno, tal vez una autoficción molona de esas, tal vez algo del viejo género confesional...

 

La otra noche, durmiendo, me di cuenta de que llevo diez años de aúpa. En 2011 tuve a mi último hijo, Telmo, y desde entonces no he dejado de hacerme la guerra a mí mismo. Como no me apetece ahora el autobombo o la autoconmiseración, mejor pasaré a enumerar simplemente mis cuitas, como hacía Joaquín Sabina antaño las mañanas en que se levantaba vagueras. Esta última década he criado en colaboración a tres niños más bonitos que un San Luís, que además me han salido buenos, como los melones a un feliz agricultor. Recuerdo que estuvimos cuatro años seguidos y sin pausa -bueno, los suegros nos proporcionaban una estupenda pausa a la semana- cambiando pañales, y el día que de repente se extinguió la tarea envíe un emilio a los amigos para decirles simplemente eso: que se había acabado la Era de los Pañales, sin emoción ni a favor ni en contra. En este tiempo, a mi hija la atropelló un coche que iba a poca velocidad, por suerte, y me pasé unos días llorando en la UCI. Antes de eso, me pegué tal paliza en la mudanza a nuestra nueva casa de familia numerosa que me salió un herpes del susto que se me llevó el cuerpo, y fue tal la consideración que sentí por los forzudos latinos que hicieron todo el trabajo duro que les pagué doscientos napos más de lo que pedían, asombrado de su aguante. Luego tuve el mal fario de trabajar en un instituto chungo mientras que los niños seguían siendo tan dependientes como bebés, y a consecuencia de lo lejos que estaba y de las broncas que tuve con la dirección -y que, por cierto, gané- me salieron dos golondrinos consecutivos, uno en la axila y otro en la cara interna del muslo, que eso parecía de trinchera de la PGM... A todo esto fumaba más pitillos que espinacas comía Popeye, y los fines de semana (y algún día intermedio si se terciaba) ahogaba mis desavenencias conyugales con cuatro cubatas como poco cargaditos de güisqui/cola...

Las peleas con mi pareja reproductora eran de dos clases, o bien fuertes, porque ella me arengaba acerca de cómo había que ser en la vida y de qué manera correcta y apropiada se respetan y acunan los tiernos sentimientos femeninos, o bien suaves, que eran igual que las otras pero al cabo terminaba por perdonarme la vida. Ella me ponía los “tochos”, como dicen mis alumnos, con más de un ex suyo, alguno regularmente, y yo le fabriqué un adulterio minucioso de novela decimonónica (pero no por venganza, créase, sino por lo atractivo de la tentación y por no sentirme el tío más feo del cosmos) que estuvo vigente durante todo un año. Cuando la legítima descubrió el engaño -estas cosas hay que contarlas con las fórmulas narrativas acreditadas-, no sólo intuyó el pastel, sino que se encontró literalmente el pastel entero con nata y todo en un largo chat de Facebook. De manera que la sociedad duró dos años más, me parece, tan tristemente castos como todos los anteriores, hasta que encontró un tipo más alto y más guapo que yo, lo cual no era tan difícil, cosa que no impidió, ya una vez separados y mientras los celos me devoraban y andaba más depre que la Ayuso en una Biblioteca Pública, que todavía tuviera tiempo de pegarme unos cuantos gritos más a modo de propina delante de ciertos amigos comunes que no he vuelto a ver (no he vuelto a ver a nadie, se los ha quedado tutti, a Dios gracias) y que cultivan ahora a su nuevo churri, amén de que en más de una ocasión hasta llegó a echarme de mi propia casa si iba a cenar con los niños por aquello de tratar de aparentar normalidad.

He tenido tres madrigueras esta década ominosa, y las dos últimas no han sido precisamente de portada de revista de decoración. En la penúltima conviví con ratas, que sólo se hacían notar por las noches, así que me veía forzado a hacer un fortín alrededor de mi cama y la de los niños para que no les diese por venir a probar el sabor de nuestros dedos gordos del pie. A los niños, que nunca oyeron nada esas noches toledanas, les decía que sólo era un ratoncito, y que se llamaba Boris, como la araña de The Who. Pero Boris era múltiple, y no entendía de trampas, de matarratas ni de escobazos de madrugada. La casa no estaba mal, al menos gustaba a las chicas -la mía actual es bastante mejor y no le gusta a ninguna-, pero lo cierto es que consistía en una larga cueva con escasa luz que daba directamente a la calle y a la que algún gracioso pegaba un porrazo a cualquier hora del día o de la noche porque la puerta era metálica, y por tanto estaba ahí la muy zorra provocando... Dos mujeres altamente concienciadas con el antiespecismo y el animalismo me robaron dos periquitos que tenía en la ventana para amenizar el barrio con el pretexto de que, claro, yo los tenía ahí por el mismo motivo por el que Pinochet encerró a Víctor Jara. Como no las puede convencer de mi inocencia, y tampoco arrancarme a hostias, se los llevaron por la cara y mis niños lloraron con furia asesina y estuvieron disgustados unos días. (El casero de aquel tugurio parecía un hombre de mundo, con el que daba gusto hablar, pero a la hora de la despedida se las arregló para no devolverme ni medio céntimo de la fianza, y eso que yo le estaba haciendo un favor al abandonar su tugurio. Recuerdo que le maldije delante de su familia y de mis hijos y me fui de un portazo -por puritito karma, o porque mis maldiciones funcionan, lleva desde entonces sin alquilarla ni venderla a causa de la pandemia, y simplemente le deseo que se joda bien por ello).

Fui tan pobre, esos dos años de exilio, que ni tenía Internet en casa, y cuando escribía algo -en un PC diminuto, anticuado y con la misma memoria que la infanta frente a un tribunal, todo hay que decirlo- lo enviaba a través de locutorio. Fui tan pobre, aquellos dos años, repito, que un mes tuve que hacer una llamada a la colecta de alimentos entre los amigos, a la que respondieron tan solo dos amigas y no muy directas mías. Pero era conocido de todo el barrio, conseguí dejar de fumar y lo peluuudo de la situación no impidió que fuera tan buen o mal profesor como de costumbre. En los últimos cuatro años no he podido viajar a ningún sitio, excepto un fin de semana a Cáceres, y eso que ahora me gustaría mucho visitar determinados lugares, como Dublín o Estambul, algo que antes no me sucedía. Nunca he sido de esos que piensan que “tanto follas, tanto vales”, y menos mal, porque he follado tan poco en mi vida que a veces creo que sigo siendo virgen. Sin embargo, soy, ahora, un cabeza de familia monoparental periódico, en el sentido de que de golpe tengo que cuidar yo solito de tres preadolescentes a tiempo completo y un instante después se los lleva su madre y me quedo absolutamente solo –del lleno al vacío y viceversa, parezco un pobrecito pueblo de esos que únicamente tienen habitantes en las estaciones cálidas. Me llevé a mis hijos, un verano, a ver a su abuela a la localidad gaditana en la que reside, y es tal la demencia a que la soledad la ha sometido que no tardó ni 48 horas en ponernos a los cuatro de patitas en la calle. Allá estuve, como un pescaito frito revenío con 100 euros en el bolsillo y buscando camping u hotel libre, llevando de la mano a mis tres arrapiezos, que afortunadamente no entendían nada, hasta que no me quedo otra, Dios lo sabe, que recurrir a mi ex. A mí lo que me ocurre, muy en serio lo digo, es que aprendo muy despacio, si es que aprendo, y si fuera cierto que los 50 años son los nuevos 40 en mi caso esos 40 son completamente reales, pero en mi mente. El día que me muera no me miréis la cara, primero porque estaré horroroso, con aspecto de ratón espachurrado, y luego porque aparentaré diez años más de los que realmente habré experimentado en mi estúpida sesera, lo cual es claramente injusto... 

Recientemente, me he sometido a una operación a la que me empeñe en acudir y convalecer completamente solo, y cada dos años paso algún miedito en una revisión rutinaria de un viejo tumor extirpado de un testículo que tal vez se fue para no volver, pero que en el peor caso será como en el tango. El cirujano no me advirtió, el pillín, que la intervención produce unas extrañas y asquerosas flemas que te suben y casi te ahogan, así que tuve que expulsarlas en plena calle tras salir de casa corriendo como quien da a luz un alien por el conducto equivocado. También he perdido amigos a puñados, me refiero a los de verdad, casi siempre por motivos ideológicos o por envidias suyas o por malos humores míos (mi mentor y gurú, ese por fallecimiento, con no muy edificantes consecuencias, por cierto), y últimamente estoy perdiendo más, muy esenciales, de los que forman cimiento y estructura, encima de no hacer ninguno nuevo, porque no está ya la gente dispuesta a probar con nada distinto en sus estancadas vidas. Pero lo peor... lo peor ha sido tanta sopa de insignificantes desdichas cuajada con fideos de cientos de ataques de ansiedad, a los que soy propenso desde los 28 años, muchos de ellos rematados en picos deliciosos de pánico que gustoso desearía a mis peores enemigos, reales y virtuales. Hoy he conseguido que me reestableciesen el suministro de gas en esta dichosa casita mía que se cae a pedazos, ya que por un error técnico llevaba casi dos meses duchándome con agua fría y por partes. Pero es lo mismo: en estos dos lustros tan poco cuarentones desde un criterio puramente estadístico he aprendido a cocinar mejor y he escrito casi tantas páginas como las que contiene Guerra y Paz, aunque desde luego y lamentablemente no sean Guerra y Paz; páginas heteróclitas y encabronadas que han requerido de un cierto estudio no demasiado formal, al menos tanto como el que necesitó Joyce para el Ulises, aunque desde luego lo mío no sea ni remotamente un Ulises. Y también he consumido toneladas cúbicas de música y conocido un millar de bandas y de canciones que no conocía antes (tantas como platos he fregado, todo hay que decirlo), que seguramente sea lo que más me lleve de esta extraña “cuarentinidad” mía aparte de los hijos, naturalmente, que están necesitando ya de un padre más centrado y cabal, o cuanto poco más animoso, menos sedentario y decididamente en mejor forma física. No obstante, por todo lo antedicho, y aunque sé de sobra que nada de esto es el tigre que te rugió a un metro, creo que me he terminado por merecer un poco los famosos versos de Robert Frost, que como aquí en España son algo menos famosos cojo y los transcribo (no conozco de nada al traductor):

 

 

Dos caminos se abrían en un bosque amarillo,
y triste por no poder caminar por los dos,
y por ser un viajero tan solo, un largo rato
me detuve, y puse la vista en uno de ellos
hasta donde al torcer se perdía en la maleza.

 

Después pasé al siguiente, tan bueno como el otro,
posiblemente la elección más adecuada
pues lo cubría la hierba y pedía ser usado;
aunque hasta allí lo mismo a cada uno
los había gastado el pasar de la gente,

 

y ambos por igual los cubría esa mañana
una capa de hojas que nadie había pisado.
¡Ah! ¡El primero dejé mejor para otro día!
Aunque tal y como un paso aventura el siguiente,
dudé si alguna vez volvería a aquel lugar


Debo estar diciendo esto con un suspiro
de aquí a la eternidad:
dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
yo tomé el menos transitado,
y eso hizo toda la
(jodida, añado) diferencia.

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