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INTERNACIONALES

31 de marzo de 2017

La inviabilidad de los poderes judiciales en estados democráticos, el caso Venezuela.

A propósito de la decisión judicial que otorga al Tribunal Supremo de justicia venezolano el pleno del poder legislativo, nos preguntamos acerca de la necesidad de un Poder judicial y en todo caso sí es necesario algo como tal en un estado de derecho.

Alguno pensara que es una cuestión aislada, que es producto de lo colorido de la realidad Venezolana, les cuesta anexarlo con el “Lava-jato” en Brasil que sindica con casi 90% de popularidad al juez (con lo que esto significa para una representación formal del estado, que no ha sido electa por voto popular y que posee amplias prerrogativas por sus propias funciones)  que está encarcelando a casi todo el sistema político y empresarial en nombre de la justicia.  En tal lugar del globo, Desidério Murcho, escribe, en su obra “Filosofía ao vivo”. Editorial Oficina Raquel. Pág. 13-14.Rio de Janeiro. 2012.  “La palabra democracia adquiere un estatus casi mágico. Presupone que es una cosa buena que todos deseamos…Es difícil encontrar en un diario en la actualidad, a alguien atacar abiertamente la democracia…A pesar de tener hoy la convicción profunda de que la democracia es un régimen político deseable, podemos estar engañados. Tenemos que analizar cuidadosamente las razones a favor de la democracia”.  Podríamos destacar que para el occidente académico, tal vez imperial, Brasil no sea una plaza filosófica a tener en cuenta, pero Murcho, sin embargo no sólo se atreve a lo que pocos, sino que además es producto, de una casualidad que lo excede. Tal casualidad es que cuando publicó su libro (hace un lustro) no imagino (o sí) que cinco años luego, el principal empresario de su país, el más rico, y tan carioca (o habitante de Rio de Janeiro, donde se editó “Filosofia ao Vivo”) Eike Batista, haya sido arrestado (en el juego de las casualidades, este señor fue arrestado tras llegar de un vuelo de Nueva York a Río, teniendo la doble ciudadanía Alemana…) producto de las derivaciones de la investigación de corrupción política más colosal que se tenga memoria en América Latina (Lava-Jato, donde sólo el ex gobernador de Río de Janeiro, Sergio Cabral está acusado de fugar a sus cuentas personales 100 millones de dólares y la maquinaria de la empresa constructora sospecha de alentar la corrupción jaquea a más expresidentes y altos funcionarios de otras partes de Latinoamerica), como producto esencial, estos hechos de apropiación de bienes públicos, como una de las pruebas irrefutables de lo que decía Bogdan Denicht (el para los países de la ex URSS) acerca del reinado de la politocracia. Son los grupos  dominantes los que valiéndose de un unipartidismo de facto, detentan el poder político, social y económico…antes que señalar como una aberración la justifican como la evidencia de un racionalismo serio, además aunque merced a una adecuada formación política y académica fomentan la participación de las masas-normalmente las rurales o bien las urbanas que no pertenecen a la clase obrera, estás se hallan excluidas del ejercicio del poder como tal…importa sobre todo que se abstengan de promover instituciones u organismos independientes

Sin embargo, en Paraguay, país limítrofe del mencionado, con poblados como Juan Pedro Caballero, el principal productor mundial de cannabis,  está sucediendo algo semejante, de lo que alertamos. El presidente Cartes no puede ir por su reelección, por el artículo 229 de la constitución de su país. Antes que ir por una reforma (la que tiene dificultosa por las vías normales de acordar con el legislativo) pretendió urdir un plan para tener la anuencia del judicial. Presentó un escrito, declaración de certeza, para saber sí era constitucional, la toma de créditos, sin que esta sea autorizada por el legislativo. La corte Paraguaya, dijo que sí, que no necesitaba del legislativo, en los términos concretos, el ejecutivo y el judicial bastaron para redefinir la ley. Esto sentó un precedente, para que Cartes, pueda hacer una maniobra parecida, para conseguir una habilitación para su reelección, sin necesidad de acordar con el legislativo.

 

En EE.UU  con Trump y en las diferentes democracias occidentales, en donde líderes con perfiles autocráticos (esta deformación de la democracia, de que sólo es una cuestión de elecciones y de mayoría) no consiguen acuerdos con sus legislativos (que vendrían a ser los reductos representativos más originales de la ciudadanía, pues expresa las minorías) pueden acudir a sus poderes judiciales, que por estados de excepción, alguna bomba de estruendo como excusa tal vez, disponga la prioridad o la primordialidad del estado de derecho, antes que del estado democrático. Esto acaba de suceder sin embargo en Venezuela, tal vez como preludió de un poder que esta fuera de quicio, de razón, por una falta de legitimidad de origen.

“En un Estado de derecho las leyes organizan y fijan límites de derechos en que toda acción está sujeta a una norma jurídica previamente aprobada y de conocimiento público (en ese sentido no debe confundirse un Estado de derecho con un Estado democrático, aunque ambas condiciones suelan darse simultáneamente). Esta acepción de Estado de derecho es la llamada "acepción débil" o "formal" del Estado de derecho” (Wikipedia).

 

Esta concepción política se funda en un término Alemán; el concepto de Rechtsstaat que se originó en el sistema jurídico-político alemán, a partir del cual se ha extendido a otros países de Europa continental. Literalmente significa algo así como Estado Regulado o Normado o Estado Legal, lo que generalmente se entiende como significando un Estado de Derecho, como equivalente al concepto hispano de Imperio de la ley o al anglo sajón de Rule of Law.

 

Lamentablemente todos sabemos de las experiencias Alemanas, hasta donde condujeron al mundo, haciendo incluso aclamatoria de mayorías claro está.

 

Los ciudadanos que elegimos a nuestros políticos, le debemos pedir a estos que estén alertas, atentos y muy concentrados, tal vez, desde algún lugar hayan decidido venir por ellos en el nombre de un supuesto estado de derecho, que sería más puro, más recto, más acendrado en la letra de la ley, pero nunca más soberano ni democrático.

¿Cuántos inocentes no hemos descubierto que fueron castigados hasta sin culpa de los jueces y cuántos más que no descubrimos? …Es fuerza ejecutar males particulares a quien quiere obrar bien en conjunto; e injusticias en las cosas pequeñas a quien pretende hacer justicia en las grandes; que la justicia humana se formó o modeló con la medicina, según la cual todo cuanto es útil, es al par justo y honrado: y me recuerda también lo que dicen los estoicos, o sea que la naturaleza misma procede contra la justicia en la mayor parte de sus obras; y lo que sientan los cirenaicos: que nada hay justo por sí mismo, y que las costumbres y las leyes son la que forman la justicia; y lo que afirman los teodorianos, quiénes para el filósofo encuentran justo el latrocinio, el sacrilegio y toda suerte de lujuria, siempre y cuando que le sean provechosos. La cosa es irremediable: yo me planto en el dicho de Alcibíades, y jamás me presentaré, en cuanto de mi dependa, ante ningún hombre que decida de mi cabeza, donde mi honor y mi vida penden del cuidado e industria de mi procurador, más que de mi inocencia (Montaigne, M. “Ensayos Escogidos”.Pág. 381. Editorial Vuelta. 1997. México).

Buscamos, más allá de toda cuestión teleológica o ulterior, cierta redención, cierta exculpación, expiación, desentendimiento o irresponsabilidad (desde cualquiera de estos términos que partamos para un análisis u otras acepciones que se nos ocurran, podríamos desandar artículos que prioricen otros aspectos o variantes de análisis)  antes que nada, o por sobre todo, lo que buscamos es desentendernos de la vida, de la existencia, y cómo no podemos hacerlo del todo (en tal caso ya lo expresó Camus con aquello que todo trata de responder sí tiene o no sentido vivir la vida), lo hacemos en parcialmente, cada tanto, casi como sesgo,  automatizado, que seguidamente nos recuerda ese condicionamiento de origen. Somos pero nunca quisimos ser, nos arrogamos el derecho de no haber sido consultados ante lo inevitable.

Cuando arrecian las dudas o lo no deseado, nos sobreviene esa noción, casi natural de que nosotros no tenemos nada que ver con nada. En verdad, no queremos saber, ni menos sentir, de nuestro sufrimiento. La existencia de dioses, corona lo que no podemos explicar racionalmente, mediante la fe, nos cegamos a no explicarnos nada, para que el sentido de lo incierto, del cruel vacío al que estamos expuestos, no nos duela.

El problema que llegamos a tener en tal  instancia con nuestra realidad, o con nuestra conciencia lo zanjamos, yéndonos por la zanja del dogma. Esta es la explicación de porqué las religiones poseen muchos más adeptos que los practicantes o los entusiastas de la filosofía. Y sí bien, académicamente se podrá alegar que ambas no son excluyentes, en la vida fuera del púlpito, sí.

Encontramos la justicia, que es ni más ni menos que el remedio ante la enfermedad de un conflicto, de una aporía, de una pregunta que puede aceptar más de una respuesta válida, otorgándonos la inocencia, a la que en occidente, la hemos transformado en un principio jurídico que reina en la mayoría de las sociedades en donde se presume ante cualquier acusación de que somos inocentes. Esta es la prueba cabal, que en verdad, es una consecución de lo que creemos ontológicamente. Esta cuestión que la forjamos en el ámbito de la metafísica, la trasladamos a la filosofía jurídica, de la teoría a la normativa. De la idea, de la conciencia, de la relación con lo ajeno, a la interdependencia, al trato con el otro, mediante nuestra inocencia sagrada, que fue forjada desde lo simbólico, con matanzas de infantes sacrificados por una de las primeras persecuciones políticas, que luego se transformó en una cuestión religiosa. Tal como ocurrió con la condena a muerte de Sócrates, que luego se convirtió en una cuestión ética.

Pero la inocencia, más que nos valga, nos sirve, nos exime de nuestra responsabilidad de ser nosotros mismos, para que sigamos viviendo en el mundo plagado, hipertrofiado, atestado de inequidades, en donde debería actuar un supuesto sentido de justicia, que obviamente no tenemos ni deseamos tener.

 

Ser inocentes, antes que nada, como definición ontológica, como resguardo moral, como garantía religiosa ante lo temporal y como sujetos de derecho en lo social, nos blinda ante el mundo ajeno, extraño, ese que bajo estadísticas, nos indica que cada vez más millones  tienen nada, o casi nada para comer. Y a partir de esto mismo, las explicaciones, para argumentar nuestra inocencia, es lo que nos hace seres integrados a este sistema, al que después le diremos, hipócritamente que no estamos de acuerdo con él, por más que formemos parte de su cúspide, o que al menos, no estemos en su basa aterida de hambre.

 

Es más fácil, ser en este mundo, a partir de la inocencia. De lo contrario, tendríamos que actuar como para compensar las inequidades, o ir en búsqueda de hacer justicia, de equilibrar la balanza, llegando a una instancia superadora a la definición de Ulpiano, dado que habría que dar lo que corresponda a cada uno, pero con recursos agotables y escasos.

Es preferible ser inocentes, antes que justicieros. La inocencia es el velo de protección que nos brinda la sensación hipostasiada de creer que es posible lo imposible de la libertad, de la igualdad, del gobierno de las mayorías mediante la representatividad legitima y de las razones económicas que harán un sistema de bienestar universal en donde nunca la mentira pase a ser la verdad, o que no podamos negar que se plantee en viceversa por ese principio que hasta lo que no pretenda ser incluido o se niegue, se incluya.

La inocencia es el valor que conseguimos blandir, para descartar una argumentación que nos llega sin que la pidamos, una información que proviene y que no estaba en los planes para difundirla, es invertir la carga de la prueba, de ese irreverente que proponiéndonos lo contrario nos quiere sacar del espacio de confort, que lo justificamos con el habla, con la oxidación de las validaciones de instituciones educativas, que autorizan a que algunos vestidos de toga, nos digan quiénes serán los culpables, y que antes de tanto tiempo otorgado, para eliminarlo, lo hacemos ipso facto, aduciendo nuestra inocencia, para borrar lo que nos ha llegado y que nos dice que somos encantadoramente inocentes, de cómo a diario se nos mueren delante nuestro, hermanos penetrados por la barbarie del hambre;  para no vivir con semejante culpabilidad,  por la falta de arrojo y valentía como para ir por justicia, en su sentido lato, nos quedamos en el páramo de la inocencia, borrando un correo electrónico, o no publicándolo, en nombre de excusas pueriles,  vergonzosas, que nos reafirman en nuestra hipócrita y falaz inocencia, cómplice de tanta muerte y escarnio.

“El poder de juzgar no debe confiarse a un tribunal, sino ser ejercido por personas sacadas del cuerpo del pueblo en ciertas épocas del año y de la manera que prescribe la ley, para formar un tribunal que sólo dure el tiempo que exija la necesidad. De tal manera, la facultad de juzgar, tan terrible entre los hombres, no hallándose vinculada en ningún estado ni profesión, viene a ser, por decirlo así, invisible y nula. No se tiene delante continuamente a los jueces; se teme a la magistratura y no a los magistrados” (Montesquieu, “El espíritu de las leyes”.)

 

En tal obra, se establece la necesidad política, en verdad de la libertad, habla el autor, determinándose la división de poderes. Sí bien, afirma “De los tres poderes de que hemos hablado, el de juzgar es en cierta manera nulo. No quedan, por tanto, más que dos” el poder judicial le debe a Montesquieu, su razón de ser y su peculiar característica que viene adquiriendo de tal entonces de ser prácticamente incuestionable, a nivel teórico o académico.

 

Si alguien tuviese la posibilidad de repasar las tesis o los congresos en las diferentes facultades de humanidades, que traten acerca del poder judicial, a diferencia de los que versan sobre los restantes poderes, no habría dudas de que aquel es el menos observado, tratado y por ende, criticado o cuestionado. Posiblemente el autor del “Espíritu de las leyes” haya prestado un gran servicio para ello también al relatar las formas en que desde Roma se administraba la justicia, propiciando con ello, que desde la formación en derecho se estudie el derecho romano, como el fundamento mismo, desde donde continúa el extraño privilegio de quiénes se dedican a las leyes (académicamente) de tener la posibilidad de formar (en sus jerarquías) parte de un poder del estado, del que no pueden formar parte nadie que no tenga credenciales académicas acreditadas en este saber. Esta característica, sumamente facciosa y controversial, es sin embargo, muy poco cuestionada o visibilizada, a nivel teórico, práctico o mediático, nos hemos acostumbrado, extrañamente, a que la conformación de un poder del estado, el judicial, sea bajo principios, paradojalmente, injustos.

 

Montesquieu, al hablar del espíritu de las leyes, narra no solo los aspectos históricos, tipificando los casos en una cuestionable trilogía de la politología, de la república, la monarquía y el despotismo, sino en sus razones físicas, en donde plantea, excentricidades antropológicas cómo la que formula al expresar que en los lugares de temperaturas más frías los ciudadanos son más afectos a cumplir la ley que en las zonas en donde el calor apremia. Pero en donde está haciendo germinar, la perversión que apoya aquél apoderamiento por parte de los facultados en derecho de un poder del estado, es en dotar de espíritu a las leyes, desde su propio título y habilitar la exegesis, la hermenéutica y la interpretación de construcciones que son afirmativas, apofánticas. Es extraño que aquí tampoco, se haya cuestionado desde la lógica formal al menos, que se pueda  realizar esto mismo. Sí las oraciones que afirman o niegan algo, en un contexto positivo cómo el del derecho, pueden, ameritan y se propician como de interpretaciones interminables, entonces estamos perdidos. Tan perdidos, como en verdad lo estamos, y lo señalan todos los estudios de opinión pública en las distintas comunidades de occidente, en relación a la poca credibilidad que posee el poder judicial o lo poco que se corresponde con un servicio que brinde o garantice justicia. Este poder, que insistimos, ha sido tomado por una facción de la sociedad, a contrario sensu, incluso de quiénes en parte han propiciado esto mismo (citamos a Montesquieu también cuando afirma que la posibilidad de juzgar reside en la selección circunstancial de ciudadanos no atados a profesión) se fue forjando, en razón de esta perversión capital que se hacen de los juicios lógicos. Este laberinto, de supuestas interpretaciones de interpretaciones , que llevan a apelaciones y a la generación de más tribunales que supuestamente discuten, bizantinamente, abstracciones inentendibles de procedimiento, no hacen más que dilatar el pronunciamiento de la justicia, pagando onerosos sueldos a funcionarios judiciales para que den vueltas semánticas o procedimentales, para justificar los ingresos, dimanados de ciudadanos a quiénes se les priva del servicio de justicia que les corresponde.

 

Las interpretaciones de la ley, las exegesis ad infinitum y las exposiciones catedráticas acerca de lo que quiso expresar el legislador (es decir quién construyo la ley, que el judicial sólo tiene que aplicar) debería estar acotado al campo literario, filosófico, de competencia o de interés para quiénes así lo deseen y manifiesten. Sin embargo, en uso y abuso del supuesto espíritu de la ley (ya lo expresamos cuando Montesquieu se puso a pensar sobre el contexto, escribió que la ley se cumple más en los lugares donde hace frío…) se consolidó esta burocracia judicial, este laberinto de expedientes, de papelerío absurdo,  de perspectivas, de marchas y contramarchas, de manifestaciones irresolutas, que al único lugar que nos hacen arriba es al axioma planteado por Séneca: Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía. Claro que esta justicia tardía, conviene a la facción que administra justicia, pues, en sus prerrogativas simbólicas, además del trato de Majestad, como en los tiempos imperiales, la mayoría de los jerarcas del poder judicial gozan de prerrogativas como el no pago de impuestos, la no obligatoriedad de jubilación y el cobro de sueldos u honorarios que siempre son sideralmente superiores que los que puede percibir un maestro o educador (lo ponemos como referencia, pues el propio Montesquieu en la misma obra dedica un capítulo aparte para dar cuenta de la necesidad, sobre todo en las repúblicas de la educación de los ciudadanos: “En el gobierno republicano es donde se necesita de todo el poder de la educación”).

 

Tal vez la disolución del poder judicial sea un camino. Sin embargo, la existencia de conflictividades entre ciudadanos y los ciudadanos y el estado, continuaría existiendo, por tanto el sendero tendría más razón de ser, sí lo dotamos de una institucionalidad republicana, que se corresponda con la realidad y no simplemente con una argumentación proveniente de una vieja teoría de división de poderes, enmarcada en la necesidad de aquel entonces, por la revolución planteado por los descubrimientos de Newton, principalmente su teoría gravitacional. Esta suerte de necesidad de que los “astros estén alineados” (usado en la actualidad por diferentes comunidades para expresar vulgarmente, que todo este ordenado como debe estar o como nosotros creemos que debería estar) generó la posibilidad, que a nivel político, las compensaciones estén alineadas en una tríada, destacando la importancia ritual y simbólico del tres en la cultura occidental, desde la concepción del padre, la madre y el hijo y luego sus ritualizaciones en el campo religioso.

 

Nuestro contexto físico (recordemos cómo afecto a las ciencias humanas también el contexto de la teoría de la relatividad de Einstein) se corresponde con los tiempos de las partículas elementales, el principio de indeterminación  o de incertidumbre de Heisenberg. No por ser autorreferenciales, pero sí para rotular nuestro trabajo y dedicación de años, no hace mucho dimos a publicar el ensayo de filosofía “La democracia incierta”, señalando, como la gran mayoría de colegas y hombres dedicados a la cultura y la política, nuestra atención a los poderes legislativo y ejecutivo, para mejorar con las críticas y los aportes dimanados nuestra institucionalidad. Sin embargo, creemos que sólo lo lograremos sí analizamos, redefinimos y revocamos determinados aspectos del poder intocable, incuestionable, o inobservable; el judicial.

 

Sin que lo disolvamos, pero reconociendo, como Montesquieu, que es el más prescindible, deberíamos empezar a modificarlo en su constitución, en su conformación, más no así, todavía, en su funcionamiento en general. Por supuesto que eliminar la consideración procedimental, espirituosa e interpretativa de las leyes que generan la argucia para estar presos del laberinto y recovecos en donde se duermen los expedientes o las causas, a la espera de un dictamen, será un objetivo central, pero no por ello, tendremos razón sí es que eliminamos la posibilidad de que alguien tenga el derecho a realizar una denuncia contra el estado o contra un par, por considerar lesionado un derecho o que alguien falta a su deber.

 

Montesquieu, también afirmó, razonablemente, que el eje rector de una república, era el principio de la virtud. Principio que, obviamente no se cumple, en casi ninguna comunidad occidental y mucho menos en el ámbito o el poder judicial. Que las más altas magistraturas, sean ocupadas por quiénes, no solamente conozcan de derecho, sino de otras actividades (insistimos la letra de la ley, desde la perspectiva del judicial, debe ser juzgada, no interpretada o analizada) bajo la condición de que sean notables en sus desempeños (logros o distingos académicos o en sus trabajos, en sus emprendimientos, bajo logros reconocibles) podría funcionar tanto como cierta democratización en tal foro. Posiblemente no elegir, como otros cargos, a los jueces, pero sí que sean parte de aquellos que ya conformaron el ejecutivo o el legislativo (esto generaría que quiénes están en los anteriores poderes no se quieran  perpetrar en ellos y ofrezcan su conocimiento anterior en elaborar o promulgar leyes, para luego juzgarlas) o generar el consejo de notables en donde no sólo participen los matriculados en derecho, sería un avance, en todo sentido, no sólo a nivel judicial, sino institucional.

 

Por supuesto que esto no es más que unos prolegómenos, un introito, acerca de la funcionalidad, la razón de ser y la necesidad de cambiar nuestra institucionalidad, a partir de la perspectiva poco veces ensayada, del poder judicial. Pretende ser un acto de justicia para Montesquieu, a quién leyeron para su provechoso pero no pensaron a partir de él, tal como lo expresó en su obra del que se desprende el artículo: “Quisiera indagar cuál es la distribución de los poderes públicos en todos los gobiernos moderados que conocemos, y calcular por ello el grado de libertad de que puede gozar cada uno. Pero no siempre conviene agotar tanto un asunto que no se deje ningún campo a las meditaciones del lector. No se trata de hacer leer, sino de hacer pensar”

 

 Por Francisco Tomás González Cabañas

 

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