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ACTUALIDAD

7 de abril de 2018

La clase política ¿existe?

La palabra clase entro en el discurso político hace mucho tiempo. Pero ¿existe una clase política al estilo de Gaetano Mosca? En principio, las sociedades modernas carecen de barreras a la movilidad social en ningún plano. Solo las aceptan con una justificación de una profesión: con un saber y una práctica reguladas y especializada. Las democracias, sobre todo las democracias, no deberían conocer tremenda deformación en el terreno político.

Desde diferentes perspectivas podríamos pensar, sin embargo, que existe una clase política. La fundamental, muy extendida, es que ésta existe porque los principios de movilidad (sobre todo dentro de los partidos) no son los que debieran. Así, en política, no se valoran las competencias técnicas de los sujetos ya que el reclutamiento se realiza según lógicas de patronazgo tan antiguos como la espada que blandía el Cid campeador, no importa cuánto sepas si no te encuentras en una familia política y si ésta no te impulsa a ascender. Para quienes perciben el problema desde ese punto de vista, la política es un escenario de servilismo, ausencia de coraje, ambigüedad calculada, promoción de ignorantes y cinismo. Y, en cierta medida, en buena medida, llevan la razón, con dar una vuelta corta por los últimos treinta años del país bastaría. Por lo que sé, falta una etnografía sobre qué significa, para una persona común, entrar en política.

Efectivamente, basta comparar lo que sucede cuando la gente (normal) intenta hablar para ver cuáles son tales procedimientos de restricción de la vida política. Uno, muy importante, es la complejización. Cuando un profano intenta hablar, razonar, quedar para reunirse, siempre habrá un especialista que le corregirá, lo intentará seducir para llevarlo a su lenguaje, impondrá tareas insoportables para quienes carecen de su agenda. Podríamos llamar a ese mecanismo densificación artificial del mundo político. Sucede igual que cuando un no entendido se aventura al Museo de Arte Moderno de Nueva York y empieza a disertar sobre Jackson Pollock frente a los curadores del artista. Si estos quisieran llevarse al entendido a su posición, -y no echarlo a sacadillas-, actuarían igual que el especialista del campo político y le darían unas cuantas lecciones de historia que lo dejarían pasmado. Exactamente igual que si invocaran la historia del movimiento libertario de Salvoechea a Tiqqum o de la crítica de Hayek a la arrogancia socialista o vaya usted a saber de qué: en un caso como el otro el pobre diablo quedaría anonadado y convencido de que necesita irse a su casa a estudiar, seguir a los especialistas, -y entrar en su Corte de Discípulos y, muy importante, imitar sus formas de vida-, o, lo más común, se iría a su casa y se diría frente al espejo en soledad que no sirve para la política.

Contra la densificación artificial solo existe una posibilidad: la rarefacción, la eliminación de la densidad por la que el entendido se acoraza frente al lego. Pero, quien haya seguido estas líneas, puede preguntar: ¿podríamos admitir que alguien pudiese disertar de arte sin estudiarlo? No, ¿verdad? Y ¿por qué lo aceptaríamos en política? En uno u otro campo el estudio guiado, el discipulado con el Maestro o Líder o la renuncia a la vida cotidiana, -con la entrada en el monacato de los sabios-, son los únicos caminos viables.

Efectivamente, esa es la trampa de quienes critican a la clase política desde argumentos técnicos. Trampa que se ponen en primer lugar a sí mismos ¡La clase se formó como tal por razones técnicas, porque hubo quien creyó, con colosal corazón, que solo unos pocos saben mandar! Sucede que, y esto no lo voy argumentar aquí, no hay saberes políticos como los hay de la historia del arte: la política es algo que requiere deliberación y confiar de que en ésta se eduquen los puntos de vista. Por eso los procesos de densificación, de complejización, son artificiales: buscan justificar arbitrariamente a un grupo distinto, un grupo que se pretende más avezado que sus ciudadanos.

Quienes no entran en él, y lo desean, lo llaman clase. Pero si ese deseo parte de creerse más competentes técnicamente, -que sus adversarios, pero también que la gente común-, ya sabemos qué pasará: si triunfan, se convertirán en otra. Y no se pensarán como tal, se considerarán los más preparados, los pocos que merecen estar donde están.

El rechazo al carácter centrípeto del mundo político que incluye a los partidos y grupos de oposición y las terribles barreras que impone a los profanos. La cuestión asamblearia no necesito argumentarla. Como enseñó Hannah Arendt siempre que hay extensión de la vida política hay consejos, asambleas. Lo hubo y los habrá. En La Pnyx, en Budapest y en la Plaza del Palillero.

Pero sin esa dimensión la cosa quedaría en un nuevo significado político más allá de la derecha y la izquierda como titulaba uno de sus libros inglés Anthony Giddens y en una generación que pugna por hacerse un hueco –o gentes que, por razones diversas, quedaron relegados del poder y quieren volver. Subjetivamente quieren, con absoluta sinceridad, sustituir a la clase. Objetivamente van, sin saberlo, a convertirse en otra si triunfan.

El problema no es la casta: el problema es la densificación artificial de la política. Frente a lo cual solo caben procesos de rarefacción. Controlados y razonados: rotación de cargos, desprofesionalización, circulación, todo lo acelerada que se pueda, de la gente que delibera y decide. 

Como decía mi santa abuela que su Dios la tenga en la gloria: Abrid las ventanas que el aire circule y se lleve las pestes.  

 

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