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CULTURA

11 de enero de 2017

Necesitamos pensadores.

En las últimas décadas, o en verdad desde siempre, producto de la inveterada costumbre del ser humano de desear aquello que no puede ser, se viene sosteniendo que necesitamos, dar un giro, acerca de nuestras perspectivas de cómo somos y estamos respecto al mundo. El término romántico, y su propia historia no tan romántica, de revolución, asoma en cada acción que se propone modificar en nombre del bien común. Hasta incluso, esa misma revolución se llevó a cabo en el campo semántico, el término, se modificó a cambio. El cambio, siempre para una teleología que considera un tipo de bien, es casi el imperativo categórico de nuestro tiempo.

Por más conservadores que seamos (o que naturalmente nos inclinemos hacia el lugar que sentimos como más seguro, la protección absoluta del útero), siempre, tendremos algo que cambiar. No sólo nuestro adn, viene configurado con esta, como con otras, contradicciones, sino como hijos de la modernidad pretendemos creer en un supuesto progreso, en un crecimiento, en un mejoramiento, en una idea de que tenemos que ir más allá de nosotros mismos, o de cómo estamos en el aquí y en el ahora, pensando o creyendo no sólo que estaremos mejor sino además que nos lo merecemos. Esta concepción nos llevó a vivir en modo cientificista (que nos resolvió el no caer o dar cuenta cuando caemos, en la contradicción y en el sentir que avanzamos en una recta que sólo nosotros trazamos) y con ello, pese a nuestras expectativas, no sólo a no resolver las inquietudes que nos llevaron a tal estadío, sino tal vez, a acrecentarlas.

Las revoluciones o los cambios, se siguieron produciendo, al punto que no son pocos los que de tanto giro, creen que deberíamos retornar a una suerte de primitivismo para desestructurarnos y desapegarnos, o deconstruirnos o para ponerlo en buen romance, barajar y darnos de nuevo (con toda la dificultad que esto implicaría).

Extrañamente, en el mundo de las propuestas, de las hipótesis y de las ideas que se estampan en los medios de comunicación, todo ha sido y es, factible de ser cambiado; nuestros sistemas políticos, nuestras instituciones de justicia, nuestro modo de dimensionar nuestro cuerpo y sexualidad, nuestra conformación familiar como religiosa, todo o casi todo, se convierte en prenda del cambio tan ansiado y deseado.

Sin embargo, en un archipiélago de excepción ha quedado, en una suerte de gueto, de barrio privado, de lo que extrañamente nos estamos privando de cambiar, de revolucionar tal ámbito de nuestra modernidad, es el de nuestra educación o de nuestra preparación con relación al mundo, y sobre todo, en un mundo capitalista, al mundo profesional.

Al parecer todo lo que merece ser cambiado, no está más allá de las curriculas, de los programas y de los planes de estudio. Nunca hemos pensado en ese estudio o esa preparación misma. Revolucionar o cambiar en tal lugar para ser mejores, al  parecer aún, no se nos ha ocurrido, aún no hemos tenido agallas como para hacerlo.

Pareciera que juntamos coraje como para despresurizarnos de casi todas las estructuras, incluso las más evidentes y por ende complejas en dimensión y acendramiento, pero en este anclaje de lo educativo o de cómo nos venimos preparando para el mundo profesional, el mundo de negocios o el mundo adulto, no teníamos nada que decir, que plantear o que cambiar.

Como en la mayoría de los campos en donde repetimos la fórmula, estamos dotándonos del antídoto de la especialidad, en un mundo que se globaliza y que producto de tal aglomeración de problemas unívocos, se multiplica en sus reacciones locales, varias o distintas que responden a un mismo patrón. Estamos inyectándonos una vacuna para prevenir algo que jamás nos sucederá, dejándonos librados al azar ante flagelos que nos vienen azotándonos gravosamente.

Es entendible que lo educativo, contenga como adoctrinamiento secundario, como objetivo colateral, el disciplinamiento, para que nos ordenemos detrás de un conjunto de normas que las manejan unos pocos. Sin embargo que este aspecto adjunto, haya pasado a ser la finalidad principal, habla precisamente de lo mal que nos estamos preparando de a cara al mundo del aquí y del ahora.

Esta es una de las razones, por las que el resto de las razones, que sí nos cuestionamos e incluso cambiamos o revolucionamos, no vienen aparejadas de resultados o de esperanzas en los mismos.

Antes que o mejor dicho, además de, repetidores especialistas en obediencia académica, precisamos, de errantes estructurales que tengan o como única herramienta o como herramienta principal; el poder pensar.

Pensar es sin duda alguna no solo nuestro rasgo distintivo, sino la diferencia entre seguir igual, empeorar o estar mejor. Pensar es la actividad nodal que estamos dejando de promover y de avalar. Es más, de un tiempo a esta parte, conseguimos denostar y hasta mal considerar al pensamiento.

El pensar debería ser considerado una actividad profesional. Independientemente o no que le pidamos resultados concretos y específicos, el pensar debe estar escindido de esa facultad ciencista de arribar a algo. Esto mismo no debe ser óbice para que la actividad del pensador caiga en un relativismo absoluto y una inacción calificada. Seguramente los autómatas del ahora, tendrán incorpora esta modalidad. Atacar y bastardear una propuesta como la presente, a riesgo de que, el que piensa “no aporte nada” a su comunidad o a su sociedad. Con tal que no aporte daños, como lo hacen los dictadores del hacer, los especialistas de la nimiedad más absoluta que nos conduce a un dislate de gastos para que se ejecuten programas y acciones que no han sido previamente pensados, ya sería más que suficiente.

No nos interesa en lo más mínimo el plantear una nueva perspectiva en el campo del conocimiento, ahora bien si se precisa de ello, creemos tener los recursos como para conseguirlo. Estamos focalizados en pretender si se quiere, para manifestarlo desde otra perspectiva, darnos otro tiempo en relación con el mundo. Pensar antes que actuar y no viceversa, como lo venimos haciendo con los consabidos resultados.  

Ya no se trata de promover la industria del libro o del cine o de la música, las escénicas o las visuales. Todas ellas, según nuestra concepción, son formas del pensamiento. Se trata de promover el pensamiento como una práctica de cultura. Un pensamiento que no solo se desarrolla en los espacios institucionales estancos, sino que adquiere formas diversas. El pensamiento académico, formalizado en textos, pero también el pensamiento que surge de las expresiones estéticas, el pensamiento que se produce en colectivos sociales o en los infinitos grupos con identidades concretas que producen discursos de diversos órdenes. El pensamiento poético. Dar espacio y cauce a esas formas de pensamiento, ponerlas en conflicto, contraponerlas, darle al pensamiento estético el mismo estatus que el texto escrito formalizado.

Uno de los saberes más recientes (o que hemos formalizado más recientemente) como la Antropología por intermedio de uno de sus hombres más lúcidos, Clifford Geertz, determinaba sintéticamente su campo de acción de la siguiente manera:

“Estudiar los dragones, y no luchar contra ellos ni domesticarlos ni tampoco ahogarlos bajo un montón de teoría, es lo que más o menos ha estado haciendo la antropología. Al menos tal como yo, que no soy nihilista, ni subjetivista, y que poseo, como todos ustedes pueden ver, algunas arraigadas convicciones acerca de lo que es real y lo que no lo es, de lo que es digno de elogio y lo que no lo es, de lo que es razonable y de lo que no lo es, entiendo la antropología. Nos hemos aplicado, con no pequeño éxito, a mantener el mundo en un estado de desequilibrio; hemos retirado las alfombras, hemos volcado las mesitas del té, hemos hecho estallar petardos. Otros asumieron la tarea de tranquilizar; nosotros, la de perturbar. Austrolopitecus, embaucadores, clics, megalitos. Vamos a la caza de lo anómalo, vendemos toda cosa de clases extrañas. Somos los mercaderes de lo insólito”. (Geertz, C. Los usos de la diversidad. Ediciones Paidós. Barcelona. 1992. Pág. 122.) “ 

 Los pensadores, promovidos, avalados y para aquellos que así lo deseen sistematizados, nos proporcionarían todas y cada una de las posibilidades que podríamos hacer con los dragones y los riesgos y aspectos positivos que cada decisión implicaría. El pensador buscaría, con mayor posibilidad de éxito que ningún otro, las pistas de un mundo por nosotros desequilibrado, que deja las coordenadas como para que lo equilibremos, pero no nos hacemos el tiempo, ni le damos el lugar, a quiénes esto puedan pensar, para que tomemos, como seres humanos, decisiones que tengan más que ver con nuestra humanidad y no atentatorias a nuestras posibilidades tanto del buen vivir, como del vivir a secas.

Por Francisco Tomás González Cabañas.

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