Viernes 29 de Marzo de 2024

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  • 20º

ANÁLISIS

12 de mayo de 2015

Desde el Califato de la República multipartidista de la Provincia de Corrientes

Sin internarnos en los alambicados y sinuosos caminos de nuestra cultura caudillesca y patriarcal, nos debemos, al menos exclamar en líneas fugaces, un grito de libertad (que podría ser callado por un billetazo de esos que abundan en los tiempos electorales), ante el dominio político que representa, el hombre providencial, el sucesor de la deidad, o califa, en la provincia y tal dominio, no está en cómo se llame o en lo que haya hecho o dejado de hacer, simplemente asombra que toda la clase política, incluso los que no juegan o jugarán con él, bailan al compás del susodicho y no hacen otra cosa, que pretender agradarle por más que ello significa caer en indignidades personales.

Para ir directo al punto, gran parte de las cuestiones políticas se definen, a partir del presupuesto de que le puede gustar, en términos más personales que políticos, al titán que se enfrentará, con su sistema de multiples partidos, a otros grupos de mariscadores en Julio próximo. Toda la casta política o gran parte de ella, desfila al son del ritmo que impone el capitoste que no por tal condición debería ser elevado al estadio de semidiós. Tal como en las culturas antediluvianas, donde primaba el concepto mágico-ritualistas por sobre los destellos de la razón o de la apreciación lógica, se eleva por sobre el millón de correntinos, la figura totémica, cuál si fuera el único faro en el horizonte de una navegación complicada por sobre un mar embravecido.

Implicancia de una democracia, sitiada por los desvelos de una pesadilla donde reinan los oligarquía del funcionariado, la clase política, no aprendió a escindir, el sí señor de una función meramente laboral, con una posición política, la no división entre gobierno y estado, entre partido y políticas públicas, pulveriza el intento de quiénes quieren asomar en el despertar de una forma y de unos códigos políticos, sustentados en proyectos, en propuestas y en razones más allá de trajes con charreteras que indiquen cargos.

El temor reverencial, que se ejerce desde la cabecera de la mesa familiar, desde la investidura de una dirección, del uso de  un uniforme, se traslada, maximizándose, en el ámbito político en donde la suerte y verdad del millón de correntinos, reposa en la testa, atestada, de dos personas.

Esa personalización de las decisiones política, lleva tanto al funcionariado, dependiente de ellos, o la corte, o los que quieren ingresar  a la misma, en meros edecanes, o en el mejor de los casos, aspirantes a edecanes, en vez de  constituirse en guardianes de la institucionalidad y rectores de la calidad democrática, acaban como cancerberos de la voluntad de personalismos.

Y no se trata, de que la elección este o no este polarizada, o ganada desde el vamos, pues la misma situación es una coyuntura, sino de las formas en que se presentan, desde hace tiempo las cuestiones políticas. Es decir, los que no están negociando tras bambalinas con cada uno de los sectores o con ambos, se están fortaleciendo para negociar antes de que cierre el tiempo de la negociación, y probablemente en ningún caso, o para ser benévolos, en muy pocos de los casos, el matiz de la negociación tenga que ver con “el modelo”, políticas públicas o proyectos, en casi todos los casos, lo que se discute, es básicamente nombres y lugares, no mucho más (así lo declaran en los medios los propios protagonistas, hablan de mangos, de plata, de cuanto se debe poner para tal o cual lugar, etc.).

Esto que debería ser devastador, para un hombre que se precie como político, es lamentablemente transformado, por esta distorsión, como un valor, es decir, será un poco más poderoso, el tipo que meta en las listas de los popes, la mayor cantidad de tipos propios, mejor ubicados en las listas.

Una cosa, es que la guacha, la tenga un individuo y por ende, la aplique a su discreción, otra que esa guacha, sea la ley, como eje rector de la comunidad, ni más ni menos que lo se planteaban lo contratistas, en especial, Hobbes, como veremos en el siguiente párrafo.

 “Las leyes de la naturaleza, como la justicia, la equidad, la modestia, la misericordia, y en suma, el hacer con los demás los que quisiéramos que se hiciese con nosotros, son en sí mismas, y cuando no hay terror a algún poder que obligue a observarlas, son contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inclinan, a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y demás. Y los convenios cuando no hay temor a la espada, son sólo palabras que no tienen fuerza suficiente para dar a un hombre la menor seguridad. Por lo tanto, aun contando con las leyes de la naturaleza,  que cada uno observa cuando tiene la voluntad de observarlas y cuando puede hacerlo sin riesgo, si no hay un poder instituido, o ese poder no es suficientemente fuerte para garantizar nuestra seguridad, cada hombre habrá de depender, y podrá hacerlo, legítimamente, de su propia fuerza e ingenio para protegerse de los otros hombres” (Thomas Hobbes en el Leviatán”).

En ciertas etapas los libros fueron usados para grandes quemas, dado que la luz rectora eran las apreciaciones de líderes mesiánicos que impusieron su guacha a la humanidad, en cierto tiempo oscuro, en la madrugada más delirante que se tenga memoria, nada mejor que despertar, o al menos intentarlo, con aquellos que no tuvieron más interés que el bienestar de la comunidad y más herramienta que un lápiz y un papel para llevarlo a cabo, siglos luego se los recuerda, sin embargo los que detentaron el poder en aquellos países, perecieron en el olvido, por más que se habrán sentido en aquel entonces como semidioses con un poder casi absoluto.

Aquellos que lamentablemente hemos escrito algún que otro libro, vinculado a la política, creemos que deberíamos plantearnos, antes que desfilar como ovejas mansas de un redil cada vez más putrefacto, quemar los libros que nadie lee, que a nadie le interese que se publiquen y que en verdad, los pocos que logran “aparecer” son las excepciones que confirman la regla de un sistema que pide obediencia y obsecuencia como únicos atributos reconocibles a los que nos creemos seres humanos.

 

 

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